Sangre de luna.

Capitulo 32

El caos en el pueblo era patente. Unos corrían y los hombres hiban en busca de la bestia.

Sin miramientos ésta clavó sus afilados dientes en algunos hasta matarlos.

Los hombres de Felipe apuntaban a la criatura con sus artefactos extraños. Pero ninguno daba en el blanco.

La bestia era ágil. Corria de un lado a otro por la plaza. Un incendio provocó que la mayoría desviara su atención a las llamas.

Felipe ordenó sus hombres montar y se fueron siguiendo a la criatura.

El bosque era espeso es esa zona. La luna alumbraba poco. Pero los pasos rápidos del lobo los guiaban.

Corrían con la velocidad de sus corceles. Felipe maldijo al no haber visitado esa zona para dejar trampas para el lobo.

La carrera los llevo hasta un sendero a la montaña. El salto de la bestia los alertó de parar.

El borde del acantilado los detuvo. La orilla estaba muy lejos como para intentar pasarlo.

Furioso ordenaba disparar en su contra. Pero nada detuvo al lobo que corrió a refugiarse tras los árboles.

Sin querer rendirse bajo de su caballo. Daba vueltas meditando en lo sucedido.

Mandó a uno de sus acompañantes que se hiciera de provisiones y volviera pronto.

No dejaría pasar esa oportunidad. Sabía que la criatura tenía que volver. De una u otra forma tendría que pasar por ahí.

Mientras tanto, ataron los caballos e hicieron fuego. Felipe hubiera preferido no encenderlo pues ahora su enemigo sabía que estaban esperándole. Pero el frío era infernal y solo sería peor si él o uno de los suyos enfermaba.

Luego de un rato de permanecer vigilantes, el hombre que envió al pueblo volvió.

Le informo que habían tres muertos y muchos heridos. El incendio acabó con el granero de una familia.

Felipe preguntó específicamente por el paradero de Valmond o Adelbert.

 

- Les he visto poniendo a los heridos en la iglesia con el padre José.

 

Felipe solo escuchó. Organizó rondas para lo que quedaba de la noche. Dormiría uno y los otro dos vigilarán. Se mantenían atentos ante cualquier ruido. Sin embargo, era dificultoso pues el viento hacia tronar a los árboles constantemente y la montaña resonaba con el eco de éstos.

El reflejo del sol hacia deslumbrante a la imponente montaña frente a ellos. El frío no cesaba.

Felipe volvía de su ronda acompañado con uno de sus hombres. Sacaron un poco de pan y comieron sin perder de vista los que los rodeaba. Todo estaba en un completo silencio.

Al poco tiempo, una rama se escuchó moverse suavemente. Buscaron en dirección al bosque de que se trataba pero no fueron capaces de ver dónde estaban ese par de ojos que les vigilaba atentamente.

Luego de comer volvieron a recorrer el borde del acantilado. Abajo corría un río congelado. Una caída desde esa altura y era una muerte sin salidas.

Regresaron por la ruta que establecieron la noche pasada. El perímetro llegaba hasta los bordes del pueblo. No eran visibles las casas pero se podía escuchar el murmullo de los animales y los vecinos que ya estaban despiertos.

El bosque se veía tranquilo, como si nada hubiera pasado anoche. Aquellos árboles y aves guardaban los secretos más antiguos de aquel lugar. Felipe les miraba con administración pensando en la grandeza del Señor al darles un día más para cumplir su misión.

Los pasos sobre unas ramas lo alertaron. No estaban lejos.

Sigilosamente siguió el origen del sonido. Pisando sobre la nieve buscando no hacer ruido.

Una figura pequeña deambulaba hacia el pueblo. Felipe hizo señas a uno de sus hombres. Se escondió tras un árbol y sacó un artefacto que disparaba flechas a gran velocidad.

Ocultos esperaron a ver los movimientos de aquel extraño. No lograban indentificarlo pues le envolvía una gruesa capa verde hasta de sobre su cabeza.

Avanzaron unos pasos para seguirle. La figura se detuvo y le vieron agacharse.

Entonces se acercaron apuntandole con las flechas de plata. Felipe tomó al extraño inmovilizandole por completo sus extremidades superiores.

Vieron unas ramas caer de las finas manos del sospechoso.

 

- Señor - Habló uno de los suyos bajando su arma.

 

Le sacaron la capucha y los rizos dorados de Idonia se hicieron ver.

Felipe consternado con el descubrimiento le soltó de inmediato.

Ella cayó al suelo tosiendo.

Le ayudaron a levantarse. La pobre mujer temblaba del miedo.

 

- Señora. Le ruego me perdone.

 

Ella asintió. Aún no había recuperado el habla.

 

- ¿Puedo saber que hace usted aquí fuera?

- Recogía leña mi Señor. Mi marido esta mal herido y mi hijo es muy pequeño para esta tarea. Aquí me es más fácil recoger.

 

Felipe observó sus manos. Estaban vendadas.

 

- ¿ Qué le ha sucedido?

- Esto... Me he quemado anoche. Mientras sacaba agua caliente para mí esposo.

- ¿Él se encuentra bien?

- Aún no despierta. Se queja mucho de dolor.

 

Felipe asintió.




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