Sangre De Maiz

CAPITULO 2

EL GUERRERO DEL MAIZ Y LA HEREDERA DE LA CENIZA

El sol aún no ha sangrado, pero yo ya siento el rugido en la espalda.

El jaguar que llevo tatuado se agita cada vez que el cielo se prepara para cerrarse. No es dolor. Es memoria. Como si mis huesos recordaran algo que mi mente aún no ha vivido.

Me llamo Balam, hijo del linaje de los gemelos que vencieron a los Señores de Xibalbá. Guerrero del maíz vivo. Protector del pacto. Heredero de una guerra que nunca pedí, pero que todos esperan que termine conmigo.

—Hoy es el día —dice mi madre, mientras me pinta el rostro con ceniza y polvo de cacao—. Hoy el sol se apaga. Hoy se revela.

Su voz no tiembla. La mía sí, por dentro.

Vivo en Yaxkin, pero no como los sabios ni los tejedores. Mi casa está al borde del bosque, donde los cantos no llegan y los tambores suenan como advertencia. Aquí entrenamos los guerreros. Aquí aprendemos a matar sin romper el equilibrio.

Mi maestro, Ajaw K’iik, no habla de gloria. Habla de deuda.

—Cada gota de sangre que derrames debe tener propósito —me repite, mientras afilo mi cuchillo de obsidiana—. Si matas por rabia, te conviertes en lo que juraste destruir.

Yo no mato por rabia. Pero tampoco por fe.

Mato porque me enseñaron que el linaje de Xibalbá debe desaparecer. Que su magia corrompe. Que su aliento pudre los días. Mi deber es traer la victoria.

Soy el príncipe que no elije su destino.

—¿Y si no son todos iguales? —pregunto, sin mirar a nadie.

Ajaw K’iik me observa. No responde. Pero esa noche, el jaguar en mi espalda ruge más fuerte que nunca.

Mis compañeros de entrenamiento no hablan de dudas. Tzunun, el más joven, sueña con convertirse en guardián del altar. K’oxol, el más fuerte, ya ha matado a tres herederos oscuros. Yo… yo sueño con silencio y a veces con un colibrí.

A veces, en mis noches más silenciosas, un colibrí revolotea a mi alrededor. Es pequeño, casi etéreo, pero lleva consigo un rocío que, al caer suavemente sobre mi piel, sana mis heridas más profundas. En medio de la oscuridad, sin motivo aparente, una sonrisa se dibuja en mi rostro; es entonces cuando la imagen del colibrí aparece nítida en mi mente, llenando el vacío con su luz.

En ocasiones, el colibrí se posa en mi mano, sin mostrar ni un atisbo de temor. Sus plumas destellan en tonos verde esmeralda y azul brillante, como si llevara consigo fragmentos del cielo y la selva. Hay días en que su presencia es fugaz y, cuando huye, lo persigo en sueños, anhelando retenerlo un instante más.

Sin embargo, hay mañanas en que despierto abruptamente, el rugido del jaguar resonando ansioso en mi pecho, buscándolo entre las sombras. Así, el colibrí se convierte en un tormento y un consuelo, habitando mis días con su promesa de sanación y su misterio inalcanzable.

Y a veces pienso que lo alcanzare con un día en que el sol no tenga que esconderse para que el mundo respire.

—¿Estás listo para la ceremonia? —pregunta Tzunun, mientras ajusta su banda de guerra.

—Estoy listo para lo que venga —respondo, aunque no sé si es verdad.

La ceremonia del eclipse no es para nosotros. Es para los sabios. Para los tejedores. Para los que creen que el mundo puede cambiar sin sangre.

Pero este año, algo es distinto. Nos han pedido que estemos presentes. No como guerreros y enemigos. Como testigos.

—Balam, el eclipse no es solo sombra —dice Ajaw K’iik—. Es espejo. Hoy estarás presente y tu misión será la base para nuestra victoria.

No entiendo del todo. Pero obedezco.

El altar está cubierto de flores negras. El copal arde como si el cielo tuviera fiebre. La gente canta en voz baja, como si temiera despertar algo que aún duerme.

Y entonces la veo. A ella. Y mi corazón se detiene.

Piel como ceniza de copal brillante bajo la luz de la luna, tibia como una llama suave, como cacao a medio madurar. Ojos como fuego contenido. Cabello negro con reflejos de obsidiana. Camina como si el mundo la escuchara. Como si cada paso tejiera un nuevo día.

Y cuando nuestros ojos se cruzan, el jaguar en mi espalda ruge. No por rabia. Por reconocimiento. Por lo que veo en su pecho.

—¿Quién es? —susurro.

Ajaw K’iik no responde. Pero el silencio lo dice todo.

Ella es la heredera. La princesa de la tribu del día. Nuestros enemigos. La que debo destruir.

La que no puedo dejar de mirar.

El colibrí en su pecho vibra. Lo veo. Lo siento. Como si mi sangre lo conociera. Como si mi aliento lo hubiera tocado antes.

Y en ese instante, el mundo se detiene.

No hay tambores. No hay cantos. Solo ella. Solo yo. Solo el eclipse que comienza a cerrarse sobre nosotros.

—Balam —dice Ajaw K’iik, con voz grave—. No debes caer en sus engaños.

Asiento. No por temor por respeto.

Ajaw K´iik se pone delante de mí para que no la siga viendo. Cierro los ojos. Pero ahora mi corazón parece cien tambores vibrando juntos.




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