Toda la historia me tenía profundamente intrigado, era mi pasado, al parecer nada en mi vida había sido por casualidad. Quedando casi paralizado por el temor que emanaba de cada palabra, de cada revelación que aún no había pronunciado. Los demás seres marinos se retiraron en silencio, obedeciendo su voluntad. Pronto quedamos solos: Elena, Lucile y yo, envueltos en el murmullo perpetuo del océano.
Los observé desaparecer entre las aguas tenebrosas, sus cuerpos humanos cediendo al embrujo del mar. Las piernas se disolvían en colas de escamas centelleantes, fusionándose con una elegancia que parecía maldita. Nadaron hacia la oscuridad hasta desvanecerse de mi vista. Suspiré, aliviado de no ser el festín de aquella noche.
Quise tomar la mano de Elena, aferrarme a ella con desesperación y encontrar consuelo en su tacto, pero recordé, con amargura, que nuestro amor había sido sepultado bajo el peso de las circunstancias. Así que permanecí en silencio, los brazos cruzados, resistiendo el frío que se colaba en mi alma.
Lucile continuó con su relato.
Los cabellos de Marie, negros como el ala de un cuervo, danzaban con el susurro primaveral que penetraba por la ventana. El aire cálido acariciaba la estancia mientras ella amamantaba, con el pecho desnudo, al pequeño Adrien. Un lazo invisible, sagrado y ancestral, los unía. Cada sorbo que él tomaba era una ofrenda de vida; cada caricia, un poema callado; cada sonrisa de la madre, un sol personal solo para su hijo.
—¿Marie? Perdóname... No deseo interrumpir.
—No pasa nada. Dime, Lucy, ¿qué sucede?
—La verdad... solo quería verte a ti y al pequeño Adrien. ¿Puedo quedarme aquí, cerca?
—Por supuesto que sí.
Lucile llevaba ya un mes en la casa de los McAllister. Su presencia era tolerada con cortesía, pero no sin recelo. Clara, especialmente, parecía detestarla sin disimulo. No le permitía entrar en la cocina, ni ayudar con los quehaceres. Aunque, siendo sincera, Lucile tampoco tenía intención alguna de actuar como sirvienta. Sabía que ya no era la princesa de mármol en su antigua mansión junto a George Cross, a quien comenzaba a extrañar con una punzada cruel. Ahora solo era una joven sin historia, sin familia, sin nombre verdadero. Y, sin embargo, los McAllister la habían acogido. Les había ofrecido su confianza y ellos la aceptaron.
Marie, sin embargo, comenzaba a inquietarse. No había señales del supuesto embarazo de Lucile, aun no decía nada sobre ella, ni del padre del niño que llevaba en su vientre. Aquella sospecha no le abandonaba, y una tarde, cuando Darío regresó del trabajo, decidió hablarle en privado.
—Querido, debemos hablar... a solas.
—¿Qué ocurre, Marie? —preguntó él, sonriendo mientras mecía con ternura al pequeño Adrien en sus brazos.
Ella miró a ambos lados, cerró la puerta con cautela. Antes se aseguró de que Clara estuviera con Mark y Lucile, entretenidos en la sala.
—Darío... esa muchacha no está embarazada.
—Pero, ¿qué dices? El doctor Hubber lo confirmó —respondió él, seguro, con una sonrisa protectora.
—No lo sé... ya debería notarse. O al menos presentar algún síntoma.
—Amor, no seas ingenua. Es muy delgada, de cintura estrecha...
Le sonrió y besó su frente con dulzura, intentando disipar sus sospechas.
—Darío... ¿te parece atractiva? —preguntó Marie, entrecerrando los ojos, Lucile era notablemente hermosa y ella lo sabía, pero quería realmente escuchar la opinión de su esposo.
Él se sobresaltó por la pregunta, pero no cayó en la trampa de los celos.
—Claro que sí. Es bellísima. Parece salida de un cuento de hadas... una muñeca de porcelana esculpida por ángeles.
La expresión de Marie se tornó severa. Se cruzó de brazos, reacia al contacto. Darío intentó abrazarla, pero ella se apartó con desprecio.
—Eso me irrita —lo dijo sabiendo que su esposo le contestó con la verdad en un modo sarcástico que no le gustaba —¿Y eso no te parece extraño?, esa belleza casi sobrenatural.
Él suspiró. La tensión en la habitación se volvió densa, casi irrespirable.
—La verdad... creo que es uno de ellos. No lo creo: lo sé.
Marie abrió los ojos con espanto. Una punzada de terror le atravesó el estómago.
—¿Estás seguro? Si sabías la verdad... ¿por qué permitiste que entrara a nuestra casa una criatura como esa?
Ahora, su enojo era más profundo, más real.
—Marie, llevo años en esto. Estoy convencido. Es una Nereida... hija de Selene. En el hospital intentó usar sus poderes. La dejé creer que lo había logrado. Por eso te convencí de dejarla quedarse.
—Es imposible... ¡Debemos llamar al Consejo!
—Todo a su tiempo...
—No quiero que esté cerca de los niños. ¡Sabes de lo que son capaces esas criaturas!
—Está bajo control. Y sí, engañó al doctor. No está embarazada.
—¡Maldita embustera! Le abrí mi corazón y las puertas de mi hogar... ¡La quiero fuera, Darío!
—Tranquila. Tengo un plan. Tú solo debes actuar como siempre...
—¡No! Eso sería imposible para mí. ¡Tú sabes lo que nos ordenaron! Llamaré al Consejo.
—¡Espera, Marie, por favor!
Ella salió furiosa, corriendo hacia la cocina. Sus dedos temblaban mientras marcaba un número arcano, conteniendo el deseo oscuro de estrangular a Lucile con sus propias manos. Pero antes de que contestaran al otro lado de la línea, Darío apareció de improviso y colgó el teléfono.
—Por favor... cálmate.
—Iré por mi arma.
—¡Ya basta!
—¿Todo bien? —preguntó Lucile, entrando a la cocina con expresión confundida.
Marie estuvo a punto de lanzarse sobre ella, jadeando con violencia.
—Todo bien. Solo una discusión marital —respondió Darío con una sonrisa falsa.
—Lo siento... es que Mark tiene hambre. Escuchamos gritos y... nos preocupamos —dijo Lucile con voz temblorosa.
—Le prepararé algo en un momento. Quédate con él, por favor. Clara debe irse ya.