Elena miraba tranquila el impresionante atardecer, con sus matices morados y azules que mataban al sol para darle paso a la luna platinada, rodeada por un cielo negro azulado.
Ella tomaba mi mano, la apretaba con tanta fuerza que a veces sentía que me cortaba la circulación. Yo la sostenía, quería que sintiera que estaba a su lado, antes de que su mente se perdiera en otro lugar. Eso era común en ella: tan despistada o simplemente una soñadora. Le emocionaba el cambio de colores en el cielo, el descenso de la temperatura... Para ella, era como ver una pintura en movimiento. Los peñascos altísimos donde las olas rompían contra las rocas creaban un estruendo similar al de un rayo retumbando en el cielo. Sobre todo, cuando la marea estaba alta. Era en ese desfiladero donde nos sentábamos al borde, para sentir la brisa. Un paso en falso nos haría caer hacia una muerte segura entre las rocas y el mar.
El vértigo en el estómago era un trago de adrenalina que estábamos dispuestos a saborear solo por aquella vista. Su mansión se encontraba un poco retirada del peñasco, y para llegar a ella había que atravesar un breve bosque por detrás de la casa. Era una gran mansión, con paredes de piedra, grafito blanco y ventanales de piso a techo. Para llegar a la entrada se debía cruzar una buena parte del frondoso bosque hasta encontrar una reja con barrotes un poco oxidados que daba paso a unos hermosos jardines, con arbustos llenos de rosas.
La primera habitación visible era el salón de música: un cuarto octagonal de paredes blancas y cortinas de terciopelo rojo que casi siempre permanecían abiertas. En el centro descansaba un hermoso piano de marfil. Era una casa antigua, pero el padre de Elena había remodelado varias habitaciones con un toque más moderno. Sin embargo, el salón del piano lo dejó intacto, ya que le contaron que allí había ocurrido un asesinato, esto le pareció fascinante y lleno de una misteriosa magia que llenaba su hogar. La perturbadora historia comienza con un joven de diecisiete años, fuera de sus cabales, había estrangulado a su madre mientras ella tocaba ese mismo piano. Cuentan que la apretó tan fuerte que le hundió los dedos en el cuello, hasta hacerla sangrar, destrozando su tráquea. El muchacho escapó y nunca fue encontrado. Eso ocurrió hace unos cuarenta años. Varias veces imaginé que quizá había vuelto al que fue su hogar y nos observaba por las ventanas. O tal vez ya murió. Me da un terrible escalofrío pensarlo. Imaginar que está cerca de la casa, observándonos desde el exterior, siendo ya un hombre enfermo o un loco asesino. Siempre trataba de dejar esos pensamientos atrás.
Mirábamos los atardeceres juntos la mayoría de las veces (aunque a veces a ella le gustaba verlos sola). Así éramos felices. Yo, un pobre asistente de fotógrafo sin mucho que ofrecerle a una chica de su posición social. Aun así, no parecía extraño; mi apariencia me ayudaba mucho y no nos interesaban las habladurías. Su familia me adoptó cuando comencé mi relación con Elena. Sabían que era huérfano, y ella pidió a su padre que yo viviera con ellos. A nuestros veinte años, todo parecía muy fácil. Aunque su padre protestó un poco, al final me aceptó y llegó a apreciarme como a un verdadero hijo. A veces bromeábamos sobre ser hermanos y amantes. "Incesto", decía ella, y yo solo reía. Pero disfrutaba mucho los momentos con mi amada Elena, con sus ojos de un extraño color violeta y los labios pintados de un rojo intenso, que parecían sangrar, acentuando aún más la blancura de su piel.
Siempre fue muy excéntrica. Vestía ropas de una época que no le pertenecía, adaptándolas a su estilo contemporáneo.
Siempre me llevaba al extremo con comentarios fuera de lugar. Parecía distraída de la conversación, aunque estuviera prestando atención. Solo que se aburría muy pronto, lo cual me desesperaba... pero así la aceptaba. Su espíritu aventurero me animaba a hacer cosas que yo nunca haría por mi cuenta. Amaba escalar montañas, esquiar en acantilados nevados. A veces acampábamos, nadábamos en ríos y lagos. El mar tenía en ella un efecto de una inexplicable fascinación, le encantaba nadar con delfines, tiburones, mantarrayas... También hacíamos paracaidismo, entre otras actividades extremas. Siempre pensé que estaba un poco loca, que moriría en alguna de esas arriesgadas ocurrencias. Parecía no temerle a nada. La extraño muchísimo, pero eso es parte de la situación tan extraña en la que nos involucramos la última vez, y que trataré de contar en estas páginas.
Tomé clases particulares de fotografía. Trabajo y vivo con mi profesor, el padre de Elena. La mayoría de las personas se intimida con mi altura y apariencia. Siempre he tenido un gusto por vestir elegante, con abrigos y chaquetas de piel que, por supuesto, llaman la atención de los curiosos. Cuando nos ven juntos por la calle, creen que somos vampiros o simplemente excéntricos, lo cual es lo más acertado. La gente puede ser muy curiosa e ideática con creencias ridículas.
Su padre, el señor George Cross Fontaine, reconocido fotógrafo internacional, con su porte varonil y su fuerte carácter. Tiene las sienes llenas de canas y unos ojos color amatista, como su hija mayor, con una mirada penetrante, cristalina y siempre húmeda, como si llorara todo el tiempo. Las arrugas delataban su edad, aunque siempre tenía mucha energía. Sus rasgos eran duros y severos. Yo sabía lo estricto que era, pero también era un padre amoroso con sus dos únicas hijas. La segunda hija es alguien que no vale la pena mencionar por el momento.
El señor Cross nos llevaba a todos lados. Elena siempre quería acompañarnos. No había terminado la universidad, pero en vacaciones tenía la oportunidad de viajar con nosotros. Además, siempre hizo la función de modelo para mis prácticas: posaba de una forma muy natural y encantadora.
Recuerdo muy bien cómo nos conocimos. Era una tarde magnífica, un poco antes de conocer a toda la familia Cross. Yo fotografiaba los mausoleos y estatuas en el cementerio de la ciudad junto con el señor George. Él me había hablado de sus hermosas hijas, pero nunca me interesó conocerlas. Siempre estuve enfocado en mi carrera de fotografía. Y fue entonces cuando la vi, paseándose entre las tumbas como un espectro espeluznante. Tan pálida... con un cabello que se transformaba en fuego al contacto con los rayos del atardecer. Me asusté. Sabía que no era un fantasma, pero tenía esa forma espectral. Tarareaba una melodía hermosa y siniestra en un tono bajo, como un arrullo. Yo la seguí, alejándome del grupo de George. En ese tiempo, solo era uno más de sus estudiantes. Supongo que ella ya se había percatado de mi presencia, pero parecía absorta, como si ese mundo sepulcral le perteneciera.