Pasaron horas, seguía encerrado. Miré a mi alrededor: la molesta luz roja de emergencia seguía parpadeando incesantemente. Imaginé mi rostro cubierto de sangre seca, al igual que mis manos. Todo me dolía tras el fuerte golpe que me di al caer. Recordé aquel sonoro chillido que me torturó horas antes. Fue extraño, pero ya no me hice más preguntas.
Me encontraba desesperado. Quería salir de inmediato para ver a mi amada; era lo único en lo que podía pensar en ese momento. De pronto escuché personas murmurando y grité con todas las fuerzas que me quedaban:
—¡Aquí! ¡Aquí estoy! —exclamé, desesperado.
Escuché los pasos acercándose.
El sudor me resbalaba por la frente, salado y tibio, haciéndome más consciente de mi encierro. Me frustraba. El calor apabullante comenzaba a estancarse, quitándome el oxígeno. No me gustaba estar encerrado; mi claustrofobia empezaba a manifestarse, y eso no era nada divertido. Volví a gritar, ya que las voces seguían ahí. Pateé con fuerza el frío y duro metal de la puerta del elevador, molesto porque no hacían nada por sacarme de allí. Casi de inmediato regresaron las luces; la energía se restableció y las voces cesaron sus murmullos. Fue muy extraño... pensé que venían a rescatarme.
Al fin me levanté, con algo de esfuerzo y bastante molesto. Me acerqué al panel de control y presioné el botón para abrir la puerta. Esta se abrió, pero para mi sorpresa, no había nadie. Antes de salir, miré en todas direcciones, como quien va a cruzar una avenida. Salí a paso lento. Todo parecía tranquilo y silencioso, como si nada hubiera sucedido. Caminé a tientas por el pasillo, revisando cada esquina y cada número en cada puerta. Todo parecía estar en orden. Me dirigí rápidamente a la habitación donde me hospedaba con Elena, donde se suponía que ella debía estar, a menos que ya la hubieran trasladado.
Al entrar, no vi a nadie. Estoy seguro de que no fue un sueño: ver a Elena herida fue muy real. Lo confirmé al ver la cama donde la había recostado, ahora llena de sangre. Pero, durante mi desmayo, debieron haberla trasladado en el elevador... o tal vez los de emergencias la llevaron por las escaleras. Busqué mi teléfono móvil entre mis cosas. Aún tenía carga. Desesperado, comencé a buscar el número de George entre mis contactos.
—¿George? —pregunté sin dejarlo contestar.
—¿Sí?, ¿Adrien? —me alegré de escuchar su ronca voz.
—Sí, soy yo. ¿A dónde la llevaron?
—Estamos en el hospital, claro. El doctor Oliver, al ver sus heridas, decidió llevarla al hospital local —respondió. Él era amigo de George y su médico personal. A veces viajaba con nosotros, sobre todo en eventos especiales, como este.
Tenía muchas cosas que preguntar, así que, sin más, le pedí la dirección del hospital.
Tener que tomar el elevador de nuevo me daba escalofríos, así que esta vez decidí usar las escaleras. Pedí un taxi en el lobby y, por suerte, llegó muy rápido. Al llegar, seguí todas las instrucciones para que me permitieran verla. Me guiaron hasta la habitación donde estaba. Por supuesto, el señor George estaba ahí, sentado junto a ella, tomándole la mano. Me vio y se levantó, mirándome fijamente, hasta el punto de intimidarme.
—¿Dónde estabas, hijo?
—Señor, lo siento mucho. Durante el apagón me quedé encerrado en el elevador —dije, avergonzado, sin saber si en verdad había ocurrido un apagón.
—¿Apagón? No sé de qué hablas, Adrien. Creí que te habías ido a descansar, pero sigues con la misma ropa de ayer.
—¿Ayer? Pero... ¿cómo? —Él me miró, extrañado. Terminé por no entender nada y preferí dejarlo así, suponiendo que habían pasado muchas más horas de las que imaginaba.
—Bueno, ya estás aquí. Te diría que me trajeras un café, pero estoy cansado. Volveré al hotel a descansar. Esta vez, cuídala, por favor. Quédate aquí con ella.
Salió cansado y angustiado por su hija. Yo me acerqué a Elena. Acaricié su rostro; se veía tranquila. Besé su frente. Fue como si hubieran pasado años desde la última vez que la vi. Tomé sus rojos cabellos entre mis dedos: suaves, finos, como ella. Estaba angustiado. Aún me preguntaba qué había sucedido. Ansiaba que despertara, que me contara qué provocó ese cambio tan repentino de actitud, ese que me asustó. También recordé ese tonto sueño en el elevador. Aún no sabía qué significaba, aunque no tenía por qué buscarle un sentido. Sin embargo, me incomodaba tenerlo en la cabeza.
Cansado, me senté a su lado, tomándole la mano, como lo hacía su padre. La besé. Estaba fría. Noté una extraña marca: una leve cortada cerca del pulgar, en el dorso de la mano. La giré para observarla mejor. Era una figura extraña con forma de punta de flecha, como hecha con una navaja. Recordé que en mi sueño yo tenía un tatuaje tribal, pero el de ella era más bien una cicatriz. Algo había cambiado en ella. No sabía qué era, pero estaba dispuesto a averiguarlo.
Pasaron unas horas. Una enfermera venía a revisarla de vez en cuando. Me decía: —Está estable —mientras me guiñaba un ojo, lo cual empezaba a fastidiarme. Le sonreía con falsa amabilidad para que se diera por satisfecha. No tenía ganas de conversar.
De nuevo me quedé dormido, tomándole la mano.
Al despertar, la cama estaba vacía. Pensé, furioso, por qué nadie me había despertado antes. Recorrí el hospital. Los pasillos estaban oscuros y fríos. Me sentía dentro de una película de zombis, donde todo queda en caos y abandono. Seguí caminando por el lugar. Entonces escuché el canto de Elena. Sabía que era ella. Estaba entonando esa lúgubre canción de cuna que conocía muy bien. Me dirigí hacia la voz, abrí las puertas metálicas y retráctiles del hospital, solo para encontrarme de nuevo en lo alto del peñasco frente al mar, donde horas antes había estado con Elena. Fue cuando caí en cuenta de que estaba soñando otra vez.
A lo lejos, la vi. Era Elena, dentro del mar, mirando hacia el vacío. La luna se reflejaba en su hermoso torso desnudo. Me daba la espalda, pero la reconocí de inmediato. Bajé del peñasco para acercarme. Entré al agua helada, con todo y ropa. Antes de llegar a ella, grité su nombre: