Sangre de Sirenas - Libro I (en revisión)

- 4 - OBSESIÓN

El último día de la sesión llegaba a su fin. George y la diseñadora —o los diseñadores, según la ocasión— siempre ofrecían una fiesta de gala como despedida, una celebración por el trabajo bien hecho por todos. Para mí, aquello era una frivolidad más, pero, por desgracia, estaba obligado a asistir. Lo único que realmente deseaba era regresar a casa, sentarme frente a la chimenea con Elena, escuchar nuestra música favorita y vegetar en pijama, alejados del ruido del mundo. Pero esa imagen pertenecía al día siguiente; por ahora, debía pensar en qué vestir, qué calzar.

Aproveché que el equipo había salido al centro comercial a buscar atuendos apropiados —sobre todo las chicas del área de maquillaje, quienes habían recibido un sustancioso sueldo y seguramente gastarían una fortuna— para buscar algo decente. Compré un traje Tom Ford, recomendado por George, por petición suya. La verdad, me daba igual.

Como buen caballero —o al menos, uno que pretende serlo— me preparé debidamente para la ocasión. Esperaba que nada extraordinario ocurriera nuevamente. Intenté olvidarme de ascensores, del mar y de todas esas cosas que, apenas unas horas atrás, me habían fastidiado. No tenía el menor deseo de asistir, pero lo tomé como un deber: honraría a los invitados con mi presencia... si es que eso era posible.

Me esforcé por disfrutar la velada, reconociendo a cada invitado que se acercaba a felicitarme por el buen trabajo realizado. Después de todo, yo era el principal asistente de George. Fui amable con todos, como debía ser. Debía hacer quedar bien a mi jefe.

Ya entrada la noche, pedí varias bebidas —algunas sin alcohol—. No quería repetir el desastre de la última vez.

No crucé palabra con Aria. Al parecer, la vergüenza fue suficiente como para impedirle asistir a la fiesta. Ella era una de las estrellas de la marca, y su ausencia fue, cuanto menos, desconcertante. Lo ocurrido entre nosotros no era tan grave. Estoy seguro de que lo ha hecho más de una vez... y con éxito. Por un momento, casi me preocupé.

Ese día, cuando salíamos del bar y nos besamos, comprendí que no estaba haciendo lo correcto. La aparté de mí con brusquedad.

—Perdóname, no puedo hacer esto. Quise ser amable y tú te aprovechaste de eso sin miramientos... y yo me dejé llevar —dije, dándome media vuelta.

—Lo siento... Perdóname, Adrien. Fue el alcohol. Además, creí que me habías dado a entender otra cosa —musitó entre sollozos.

—Olvídalo. En parte, es culpa mía por acercarme a ti —me alejé casi corriendo. Intentó sujetar mi brazo, pero no lo logró.

La dejé atrás.

Al día siguiente, tras la tortura que fue aquella fiesta, preparamos todo para regresar a casa. Ansiaba llegar, pues no había tenido oportunidad de hablar con Elena por teléfono. El trayecto del hotel al aeropuerto fue largo. George y yo solemos compartir el mismo taxi privado, junto con el doctor Oliver McDowell, un hombre afroamericano, alto, corpulento y de trato afable. Es el médico personal y amigo más cercano de George desde los inicios de su carrera. Años de trabajo los unen. Oliver, ya entrado en edad, se encuentra prácticamente retirado de la medicina, pero continúa velando por su más entrañable paciente.

La afección cardíaca de George es delicada: puede provocarle un infarto fulminante en cualquier momento. Pero con los debidos cuidados, se mantiene estable. Por ello, Oliver viaja con nosotros siempre que la sesión será extensa. Le pagan una fortuna por sus atenciones, pero él es, sin duda, el mejor doctor que conozco.

En mis inicios, George no era así conmigo. Yo viajaba con el resto del equipo. Sin embargo, desde que formalicé mi relación con Elena, todo cambió. Para bien. Aunque, siendo sincero, siempre fui su favorito.

Observé el amanecer a través del cristal del taxi. Siempre he amado esa visión: el modo en que los colores se transforman del azul profundo al rojo, y luego a un pálido naranja que se disuelve en el cielo. El mar, oscuro como un espejo, reflejaba los tonos del alba. Todo parecía en calma, hasta que una silueta perturbó la superficie. A lo lejos, distinguí aquella figura. Un pez enorme... si es que era un pez. Ya no sabía qué pensar. Me inquietaba el hecho de que, para Elena, aquello no era una criatura cualquiera, sino un ser mitológico. Algo salido de las leyendas de marineros ebrios.

La criatura se sumergió lentamente en el agua y el taxi prosiguió su marcha. Sentí alivio de dejar todo eso atrás. Respiré profundo, suspirando con nostalgia.

—Sabes, Adrien —dijo George, sacándome de mis pensamientos—, me alegra que fueras tú quien eligió a Elena. Ya sabes... para estar con ella.

—Gracias, señor. El afortunado soy yo por tenerla —le respondí.

George me sonrió, y con eso concluyó la conversación. Aún me pregunto por qué lo dijo tan de repente.

Una vez en el avión, pedí una copa de champán burbujeante. Volar nunca ha sido lo mío; tengo una relación de amor-odio con los aviones. Pasé la mayor parte de las doce horas dormido, hasta que el capitán anunció el aterrizaje.

Finalmente, llegamos a casa. Extrañaba ver los jardines que escoltaban el camino hasta la entrada. Estaba ansioso por ver a Elena... aunque también deseaba mi cama. Para mi fortuna, fue ella quien me recibió. Vestía su pijama de The Nightmare Before Christmas, con la cabeza de Jack Skellington en el centro de su camisa de manga larga. Casi recuperada, corrió a mis brazos, se aferró a mí con sus piernas, riendo de emoción. Era tan ligera... hasta parecía haber perdido algunos kilos, que esperaba pronto recuperara.

La abracé, la besé, y por unos segundos, desaparecimos del mundo. Fue la bienvenida perfecta. Aunque aún tenía que contarle lo sucedido con Aria. No debería darle demasiada importancia... pero debía decirle la verdad. Sin embargo, por el momento, preferí disfrutar antes de enfrentar su enojo.

Elena se alejó para saludar a su padre, quien siempre se mostraba un tanto celoso de que ella me abrazara primero. Aunque, al verla, se le pasaba rápido. Danielle, como siempre, nos observaba desde las sombras. Su extraño modo de recibirnos parecía no inquietar ya ni a su propio padre. Aún no he visto a Elena hablar mucho con su hermana; ignoro cómo se llevan cuando están solas.




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