Sangre de Sirenas - Libro I (en revisión)

- 5 - RECUERDOS

Conocí muy poco a mi madre. Lo que más recuerdo de ella son sus ojos color zafiro, su abundante melena rizada y roja como la mía, y aún siento su perfume de flores envolviéndome con cada uno de sus abrazos. Me decía que me amaba tanto como yo a ella. Guardo algunas memorias de verla cepillar mi cabello, arroparme antes de dormir, y entonar esa hermosa y trágica melodía que, de algún modo, me calmaba el espíritu y me hacía conciliar el sueño. Su voz, dulce y etérea, también cantaba para mi hermana, pero para mi padre reservaba siempre las canciones más hermosas y seductoras. En aquel entonces no sabía con qué intenciones lo hacía. Su nombre penetró en mi mente al instante: Lucile. No recuerdo sus apellidos, otro misterio que me persigue.

Un día mi padre, George, llegó junto a mi hermana y a mí. Vi sus lágrimas deslizarse por las mejillas sonrojadas, los ojos enrojecidos e hinchados. Nos tomó de las manos a las dos, y con voz entrecortada y triste comenzó a decirnos que nuestra madre había decidido dejarnos. Con cada sollozo apenas articulaba palabras:

—Mis hermosas hijas... su madre ha decidido volverse espuma del mar —esas fueron sus palabras exactas.

Mis recuerdos de aquel instante son difusos. Era yo apenas una niña. Sin embargo, a mis diecisiete años, sintiéndome ya madura, decidí enfrentar a mi padre y preguntarle la razón. ¿Qué llevó a mi madre a arrojarse desde los altos riscos hasta el mar, a apenas unos metros de nuestro hogar? Con el candor de la adolescencia, me acerqué a él mientras trabajaba en su estudio. Lo encontré sentado tras su fino escritorio de caoba y, presa de la impaciencia, golpeé la madera con las palmas de mis manos para hacer temblar los delicados documentos que reposaban sobre él.

Mi padre alzó la vista, entrecerrando los ojos y dejando deslizar sus lentes de lectura por el puente de la nariz.

—¿Sucede algo, Elena? —su voz sonaba tranquila, casi indiferente.

—¡Padre! —grité, conteniendo la rabia con dificultad.

—No hay necesidad de gritar, hija. ¿Qué ocurre? —él frunció levemente el ceño, aguardando mi respuesta.

Respiré hondo, sintiendo el nudo en mi garganta, y logré decir:

—Quiero saber por qué mi madre decidió suicidarse.

Mi padre meditó unos segundos antes de contestar, como si escarbara en el fondo de su memoria o en el abismo de su culpa. Al fin pronunció palabras frías:

—¿Para qué quieres saberlo? No es necesario.

—¡Para mí lo es! —exploté, al borde de las lágrimas.

Él suspiró, y con gesto cansado admitió:

—Ella simplemente lo decidió así... Si tenía una razón, nunca me la dijo.

Pensé "mentiroso", pero no lo dije. En aquel momento me conformé con su explicación. Después de la muerte de mi madre, mi padre mandó quemar todas sus pertenencias: sus fotografías, los retratos que había en la casa, sus diarios, sus poemas... todo quedó reducido a cenizas, sin dejar rastro de su existencia. Nunca entendí por qué.

Con el paso de los años comprendí que preguntar era tan inútil como golpear una pared con una almohada. Dejé que mis vagos recuerdos se hundieran con su cadáver: ¿para qué aferrarme a una madre que abandonó, sin motivo aparente, a sus hijas y a su familia? Fue mejor dejarla ir.

Aquella mañana, los rayos de sol se filtraban por la ventana y daban directamente en mi rostro. Las cortinas negras de mi habitación no estaban bien corridas, así que, sin ánimo, me levanté despacio para ajustarlas y sumergir mi cuarto en penumbra total. Antes de cerrarlas por completo, levanté la vista y observé el jardín: los antiguos columpios oxidados, todavía sosteniendo mi peso de vez en cuando. Parecían moverse solos... Quizá era el viento, pero no: una figura espectral emergió entre los columpios.

Al principio pensé que se trataba de una mujer, pero al verla con más claridad reconocí a un hombre de cabellos muy largos, dorados, que alzó una mano y me saludó. Sentí un estremecimiento recorrerme el cuerpo. Un ser fantasmal y hermoso me hacía un gesto de saludo. Cerré las cortinas de golpe, con la respiración entrecortada, y permanecí inmóvil durante largos minutos mientras procesaba todo lo que acababa de ver. Aquel rostro tan bello... sabía que lo había visto en algún lugar.

Con un súbito pulso de certeza, bajé corriendo las escaleras, tropezándome un poco con cada peldaño. Salí lo más rápido que pude, sin importarme que estaba descalza, y atravesé la estancia por un largo pasillo hasta llegar a la puerta trasera, que se abría a la cocina. La empujé y salí al jardín, pensando que todo había sido una alucinación. Pero al acercarme a los columpios, ya no había nadie. Me senté entonces, solitaria, en mi columpio rojo favorito, cerré los ojos y pensé en Adrien: lo extrañaba tanto que anhelaba su regreso.

Un instante después, sentí unas manos fuertes posándose en mi espalda, deteniendo el vaivén del columpio. Me giré, dispuesta a ver quién era, y descubrí con horror que no era mi amado Adrien, sino aquel atractivo joven rubio de ojos extraños y cristalinos, el mismo que había visto entre los columpios. Un escalofrío me invadió. Él esbozó una sonrisa. Me incorporé de un salto, tropecé y caí de frente contra él. Avanzó con paso lento, acercándose hasta quedar muy cerca. Yo no podía mover un músculo.

—¡Por favor, no me hagas daño! —grité, con el corazón desbocado.

—¿De verdad crees que te haría daño? —sus palabras, lentas y seductoras, sonaron como un conjuro—. ¿Acaso no me recuerdas?

—No... yo no sé quién eres —mi voz tembló al intentar incorporarme; me levanté con torpeza, sacudiendo la tierra pegada a mi pantalón de pijama.

—Bien... Yo sí sé quién eres. Tal vez esto te haga recordar algo —dijo, y en un movimiento veloz me tomó de la muñeca y me obligó a besarle. Abrí los ojos de par en par, tratando de apartarme.

En un instante, me tuvo entre sus brazos. Forcejeé, pero su fuerza colosal me impedía mover siquiera un dedo. Una angustia profunda me invadió: ¿por qué nadie en la casa acudía a ayudarme? Él se inclinó entonces, rozó mis labios con sus colmillos como si fuera un vampiro, y me mordió el cuello sin desgarrar la carne. Lamió sus labios con una lengua demasiado larga, mientras yo sentía el sabor de su aliento frío. Un miedo helado me recorrió la espina dorsal.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.