Danielle, esa misteriosa chica que ronda por los pasillos oscuros de aquella hermosa mansión junto al mar. Ella escucha el trinar de las aves, observa a través de los ventanales cómo los árboles se mecen con el viento. Esa ninfa hermosa que duerme sobre piedras cubiertas de musgo para escuchar los latidos de la tierra. Le gusta perderse en la oscuridad de la noche, cuando nadie la ve, para nadar desnuda en el mar, escuchando un canto hermoso que la llama desde las profundidades. Alguien la desea, y ella quiere ser deseada. Deja que el agua la cubra por completo, hundiéndose en la negrura para encontrarse con esa figura etérea que se acerca: lánguida, luminosa, con los brazos extendidos hacia ella. La abraza y le susurra que la ama, que vendrá por ella cuando sea el momento. La bella Danielle se deja arrullar por esos cantos que parecen poemas de amor. Se abandona al abrazo de aquella criatura salida de un cuento de hadas. Está dispuesta a entregarle su vida a cambio de un poco de ese amor.
Me encontré dando vueltas en mi habitación, pensando en las palabras de Danielle, las cuales no tenían sentido. Además, era imposible que recordara a nuestra madre: era muy pequeña cuando murió, apenas convivió con ella. No pudo haber visto esa pintura antes, a menos que haya entrado sin permiso a mi estudio. Debo hablar con ella otra vez. Necesito saber las palabras exactas que le dijo mi padre o, cuando él regrese, preguntárselo directamente.
—Pero si ella me está mintiendo, ¿qué haré?
Pasé todo el día en mi estudio. No podía terminar la pintura de mamá, así que comencé otra. Extrañaba mucho a Adrien. Fue mi primera opción para retratar, pero en cuanto empecé, noté que no se parecía a él. Lo deseché de inmediato y comencé a pintar el mar. Me vi reflejada en la oscuridad del agua. Me asusté al pintar mi rostro ahogándose con tanta claridad. Tiré el lienzo de golpe y dejé caer los óleos y las brochas. Me desplomé en el piso, llorando sin razón aparente, solo con angustia. Además, sentía la mirada de ese hombre extraño que aún rondaba por los alrededores, acechándome, esperando encontrarme sola.
Salí en busca de mi nana para explicarle y llamar a la policía. No quería seguir con ese miedo, aunque, contradictoriamente, otra parte de mí deseaba que él siguiera vigilándome. Tenía muchas preguntas que hacerle... pero si era un asesino, prefería tener a la policía cerca.
Al bajar las escaleras, algo me detuvo. Danielle estaba allí, con su mirada fría, bloqueando mi paso. Me asustó. Quise tomarla por los hombros y arrancarle la verdad. Me sentía frustrada. Esa furia que ya había sentido con Adrien emergía otra vez: una rabia incontrolable, un rechazo instintivo hacia quienes me rodeaban. En ese momento, toda esa rabia era para mi hermana.
Pasé junto a ella con desdén, pero parecía no importarle. Me miró con odio y siguió su camino. Otra vez, me sentía atrapada en una prisión invisible de la que no podía escapar.
Fui a la cocina con la idea de llamar a la policía. No podía explicar con claridad lo que ocurría, así que mentiría: diría que hay un merodeador acosando la casa. Me pareció una buena idea en ese momento.
Allí estaba mi nana, como siempre, haciendo la cena. Es como una madre para mí. Ayudó a criarme, y le estaré eternamente agradecida.
—¿Sally? —le pregunté, apresurada. Ella me regaló su sonrisa bonachona de siempre.
—¿Qué sucede, mi niña? Siempre corriendo —se rió.
Las palabras se atoraron en mi garganta.
—Nada... ¿qué hay para cenar? —tragué saliva, mintiendo.
—Espagueti a la carbonara. Por cierto, mañana llega tu padre... y el joven Adrien. ¿No te da gusto, Ellen?
Mi corazón dio un vuelco. ¡Al fin! Ya los extrañaba. Quería que me contaran sobre la gala, la cena, y burlarme de las seguidoras de mi amado. A veces me daban celos, pero sé que él es demasiado cursi como para engañarme. Y si lo ha hecho... lo oculta muy bien, aunque dudo que sea el caso.
De pronto, escuché mi celular. Me despedí de Sally levantando el pulgar en señal de aprobación por la cena. Salí al comedor y vi que era un mensaje de voz. Tenía varias llamadas perdidas. No sé en qué momento perdí el teléfono para no haberlo escuchado.
Era Paula. ¡Mi gran amiga Paula! Hace tiempo vive en Francia. Que me hablara era un milagro. Me senté feliz a escuchar los mensajes. Yo hubiera preferido una llamada, pero ella siempre fue tímida y reservada.
El primer mensaje era un saludo tierno con su vocecita de ardilla:
"Querida Elena, soy yo, Paula. Hace tanto tiempo que no sé nada de ti... Te extraño todos los días. Pero mi vida ajetreada no me deja comunicarme. Sé que querrás llamarme de inmediato, pero no sé si podré contestarte al momento..."
Continuó su mensaje acertando con precisión: yo estaba ansiosa por devolverle la llamada.
"En fin... tengo algo emocionante que contarte. No lo vas a creer. Tú sabes que, en nuestro grupo de amigas, siempre fui la menos atractiva. Amelie era la más hermosa... y tú, por supuesto. En fin, nunca esperé gustarle a nadie. Y seguramente ahora estás poniendo esa cara de molestia que ponías cuando te decía esto. Casi puedo verte inflar las mejillas y arrugar el entrecejo..."
—Eso es exactamente lo que hacía —susurré, sonriendo.
"Bueno, yo... es que no sabes, es increíble. Él..."
El mensaje se cortó. Me quedé intrigada. Ya imaginaba lo que me diría. Intenté recuperar el mensaje, pero no pude. Marqué el número registrado, pero no daba línea. Lo intenté varias veces, sin éxito. Decidí probar más tarde.
Aún seguía un poco herida por lo sucedido en Canadá. Todo me dolía, pero ya podía moverme con facilidad. Las heridas casi habían sanado. Me sentía perfecta para dar un paseo en bote. Era una de mis actividades favoritas, aunque solía hacerla sola.
Pedí a uno de los capataces que preparara el bote más pequeño, el de remos. No quería el yate ni el molesto ruido del motor. Quería estar cerca del mar, aunque solo podía navegar en el lago que desembocaba hacia él. Nunca me dejaban ir muy lejos sola, aunque papá me enseñó a navegar.