Sangre de Sirenas - Libro I (en revisión)

- 7 - SECRETOS

Elena actuaba de forma muy extraña, con una expresión triste, como si estuviera a punto de llorar. Comenzaba a desesperarme su actitud, a veces despreciativa; unos días actuaba como siempre y otros, como si no quisiera estar conmigo. Luego se disculpaba, un tanto arrepentida. Pensé que se debía a que se acercaba su cumpleaños. Su padre le organizaba cada año una gran fiesta en la mansión, donde no solo invitaba a sus amigos cercanos, sino también a personas que no veíamos desde hacía años.
Su fiesta sería antes de la boda de su amiga Paula y antes de que ella entrara a la universidad. Pensé que era eso lo que la tenía estresada. Pero no.
Yo seguía aferrado a contarle lo que había sucedido con Aria. No era nada grave, pero por alguna razón necesitaba sacarlo de mí. Siempre habíamos intentado no tener secretos entre nosotros.

Pasaron los días tras mi regreso de Canadá. Durante ese tiempo me trató muy bien, pero cada vez que nos acercábamos al mar, ella cambiaba de manera radical. Me preocupaba su estado. Ya no comía igual, estaba más delgada y pálida de lo normal. Algo estaba cambiando en ella.

Para compensar su actitud, me propuso dar un paseo por el bosque, lejos de la orilla. Cerca teníamos uno que parecía encantado. La neblina, las luciérnagas y el canto de las aves le daban ese aire de fantasía que tanto le gustaba.

Llevó una canasta perfectamente acomodada con un almuerzo preparado por Sally —ya que ella no sabe casi nada de cocina—. Yo suelo burlarme de eso cada vez que puedo. Hasta donde sé, Danielle es una excelente repostera, pero a Elena no se le da nada de eso. Lo que sí domina es la pintura. Puede recrear paisajes hermosos, incluso retratar personas solo con recordar sus rostros.

Corrió hacia mí abrazándome con fuerza, como si lleváramos mucho sin vernos. Llevaba la canasta en una mano y una sonrisa en los labios. La comida estaba envuelta en un mantel rojo con cuadros blancos. Me extrañó verla tan entusiasmada; estaba aún más pálida y con un círculo amoratado bajo los ojos. Parecía que no dormía.

—Te ves pálida... ¿has comido bien? —la miré, hipnotizado por esos ojos que me matan. Ese color parecía más claro de lo normal: cristalizados y profundos.

—Sí, siempre lo hago. Además, noté que te dejaste crecer un poco la barba y cortaste tu cabello.

¿Estaba tratando de cambiar de tema? Lo pensé un momento.

—Eso fue hace días... ¿no lo habías notado?

Me miró arqueando una ceja.

—No, no lo había notado. Lo siento.

—No te preocupes, andas más distraída de lo normal últimamente.

—Para nada, mi amor... para nada.

Desvió la mirada, y ahí terminó nuestra conversación.

Caminamos hasta un claro en el bosque, el lugar perfecto para nuestro picnic. Colocamos el mantel sobre la hierba. Rayos de sol se filtraban entre las ramas, proyectando sombras sobre nuestras cabezas. Nos sentamos. Yo me sentía muy feliz. La miré, pero ella no me devolvía la mirada. Repentinamente comenzó a escribir en su celular, ignorándome por completo.

—¿Elena? —pasé la mano frente a la brillante pantalla que arruinaba la atmósfera mágica.

—¿Por qué demonios haces eso, Adrien? —su tono enfadado fue extraño. No podía creer lo que escuchaba. Respiré hondo para calmarme; su reacción me erizó la piel.

—No te enojes, pero tú me pediste este momento, a solas. No quiero verte enviando mensajes. Yo, por supuesto, dejé mi móvil en la habitación —dije molesto.

—Déjame enviar este último. Es importante, ¿sí? —su voz dulce calmó un poco mi molestia, así que esperé.

Minutos después, me sonrió. Sacó la comida de la canasta. En algún momento, me dijo "te amo" de forma tan espontánea y sincera que me tomó por sorpresa. Le respondí de modo habitual que también la amaba. Ella sonrió, pero esta vez fue una sonrisa vacía. Seguimos así, en silencio, durante horas. Se recostó sobre mi hombro. Acaricié su rostro y su cabello, luego la besé. Sus labios, ese dulce néctar, recorrían todo mi sistema nervioso. Cada célula de mi ser la amaba.
La abracé. Nos tumbamos sobre el mantel, quedándonos así, envueltos el uno en el otro.

Disfrutábamos del atardecer, el frío calándonos hasta los huesos. Ella me decía cosas al oído, cosas secretas. Reía ante sus susurros y los besos que me daba en la mejilla. Pero, de pronto, sentí una mirada... una mirada cargada de furia sobre nosotros. Miré por encima del hombro. Me levanté un poco, apoyándome en el brazo, sin soltar a Elena. Le sonreí antes de incorporarme completamente.

—¿Qué sucede, Adrien?

La miré y le hice un gesto para que guardara silencio. Ella obedeció, imitando mi ademán.

—¿Quién está ahí? —grité, tratando de intimidar. Estaba listo para defendernos si era necesario.

Nadie respondió. Pero vi una sombra moverse entre los árboles. Comenzó a caer una ligera llovizna. La sombra se movía de forma inhumana. Volví a gritar, sin obtener respuesta. Me acerqué a Elena para que se colocara detrás de mí. Ella estaba asustada, pero le puse el brazo por encima para protegerla. Parecía que iba a decirme algo, pero se quedó en silencio. Solo se oían los trinos de las aves, la lluvia haciéndose más intensa y los truenos retumbando en el cielo. Cada rayo iluminaba fragmentos del bosque.

—Por favor, Adrien, regresemos a casa. No veo a nadie. Es una lástima... este es mi clima favorito —me dijo con una sonrisa tenue.

—Está bien, volvamos. Pero cuidado, puede que quien sea que esté aquí, aún nos observe.

—No te asustes, yo te defiendo —me dijo en tono burlón.

—Qué graciosa —le respondí sarcástico.

Recogimos nuestras cosas, ya mojadas. Nos gustaba empaparnos, pero yo aún sentía esa mirada clavada en nosotros. Entonces, un trueno cayó entre los árboles y me permitió ver mejor la silueta de un hombre con el cabello muy largo. Al principio dudé si era un hombre o una mujer, pero un segundo rayo me confirmó su complexión masculina.
Corrí hacia él, furioso. Quería saber quién demonios era y por qué nos acosaba.




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