Sangre de Sirenas - Libro I (en revisión)

- 8 - AMOR

Escuché el piano desde el salón de música, la única habitación que conservaron tal como la dejaron los anteriores dueños. Al entrar, lo primero que sientes es el aire frío recorriéndote el cuerpo. Lo segundo, la blancura impecable del lugar: tan pulcro que resulta abrumador. Te sientes observado por miles de ojos invisibles. La amplitud innecesaria de la estancia transmite un vacío inmenso. Cuando caes en cuenta de que en esa soledad blanca estás solo tú, el piano y nadie más, un escalofrío te recorre cada rincón del cuerpo.

Seguí la melodiosa tonada. Era una hermosa pero melancólica melodía: el Nocturno No. 9 de Chopin. La escuchaba en murmullos desde mi habitación, y, como hipnotizado, bajé las escaleras hasta llegar al lugar. El cuarto brillaba con la luz de la luna, que se reflejaba en sus paredes blancas. En el centro, el hermoso piano. Y unas delicadas manos deslizándose suavemente sobre las teclas, creando aquella música maravillosa que me había despertado. La dueña de esas manos era una mujer pelirroja. No le vi el rostro, pues permanecía atenta al teclado. Su cabello flotaba en el aire como si estuviera bajo el agua, y su vestido de un color parecido al turquesa del caribe en verano, con grandes vuelos de tela transparente, ondeaba como si formara olas del mar. Por un instante, parecía que toda la habitación se había inundado y yo flotaba dentro, viéndola tocar.

Pensé en interrumpirla; necesitaba saber quién era y cómo había entrado en la casa. Pero no pude articular palabra alguna. La melodía se detuvo en seco. Apoyó sus blancas manos sobre las teclas, desafinando las notas. Se levantó y me miró. Sentí terror. Su rostro estaba desfigurado, cubierto de sangre, con una mueca espantosa. Flotaba aún como bajo el agua. Extendió los brazos hacia mí. Quise retroceder, pero mi cuerpo no respondía. Lentamente, con movimientos fantasmales, flotó hasta mí. Mis ojos la observaban con angustia mientras se acercaba cada vez más. Podía oír su dulce voz llamándome una y otra vez. Mi corazón se aceleraba. Negaba con la cabeza y retrocedía unos pasos, pero seguía escuchando mi nombre, ahora en otra voz, distinta, lejana.

La mujer terrible abrió la boca y me mostró una hilera de dientes puntiagudos. Cerré los ojos y me concentré en esa otra voz, deseando despertar antes de mi destino fatal.

—¡Adrien, despierta! —abrí los ojos y reconocí la voz de Elena. Estaba dormido, al parecer en sus brazos.

—Lo siento. Estaba teniendo una pesadilla —me miró, abrazándome, apoyando la cabeza en mi pecho. Podía oír mis latidos; el sueño aún agitaba mi cuerpo.

—Sí, lo noté. Por eso te desperté. Estabas muy inquieto —nos abrazamos un momento más. Me quedé pensando en el sueño. Esa mujer, ese monstruo... era la madre de Elena. La misma mujer del retrato. La reconocí de inmediato apenas desperté.

Más tarde, nos levantamos para desayunar. George no estaba, lo cual era extraño. Era pronto para alistarse para el viaje, y él siempre es el primero en llegar a la mesa. No le di mayor importancia; siempre busca estar ocupado. Danielle tampoco apareció. El comedor se sentía más vacío de lo usual. Pero el rojo esplendor del cabello de Elena, contrastando con su ropa negra, me bastaba para sentirme en paz. Era como un torrente de sangre tibia invadiéndome y tranquilizándome.

Quizá tardé demasiado en pensarlo, pero ahora sabía lo que quería: vivir con ella. Mudarnos juntos a un departamento, lejos de su extraña familia. Aunque los quería —eran mi única familia— siempre me causaban cierta incomodidad. Sería más feliz teniéndolos lejos. Además, jamás los vi interactuar como una familia. Y aunque sé que se quieren, su trato es frío. Excepto Elena, que siempre ofrece un caluroso abrazo... menos a su hermana. Nunca las he visto mostrar afecto fraternal. Sus interacciones son breves, forzadas, como saludos entre desconocidos. Siempre están enfrascadas en sus propios asuntos.

A veces me siento más que un extraño: un invasor. Aunque sé que no lo soy, así me hacen sentir. Sobre todo Danielle.

No hubo conversación durante el desayuno. Pasó desapercibido. Nos miramos, sonreímos... pero fue como si nuestras bocas estuvieran cosidas. Después, cada uno se retiró a su habitación con un simple "nos vemos después". El ambiente estaba tenso. Quería contarle mi sueño a Elena, saber qué pensaba, pero sería imprudente preguntarle por su madre. Ya no quería más secretos.

Aunque a Danielle no parecía importarle hablar de ella.

Recordé la noche anterior, cuando nos encontramos en el estudio de Elena. Danielle se alejaba dándome la espalda, pero la detuve bruscamente del brazo. Era tan delicada que pensé que la rompería. No fue así. Se soltó con fuerza y empezó a gritar. Traté de cubrirle la boca: podía despertar a todos. Seguía gritando, así que la tomé por los hombros. Solo quería saber más. Jamás la había visto así. Siempre era callada, apartada. Pero por fin comenzaba a conocer a la pequeña fiera monstruosa que se escondía bajo ese aspecto de fantasma de película asiática.

La mansión, de noche, tiene un eco que retumba en las ventanas. Nuestro forcejeo fue ruidoso.

—¡Voy a gritar muy fuerte si haces eso de nuevo!

—Danielle, no quiero hacerte daño. Solo quiero saber más sobre tu madre. Nunca la mencionan, como si no hubiera existido.

—Es porque ella es una asesina.

Sus terribles palabras me confundieron. Me helaron la sangre, que casi la solté por instinto.

—¿Asesina? No lo creo...

—¿No me crees? ¿Me estás llamando mentirosa?

—No es eso... solo me cuesta creerlo.

—No hay nada complicado. Mató a alguien. Fin de la historia. Al menos eso me dijo mi padre.

—¿Elena sabe esto?

—Sí. Se lo dije. Pero tampoco me cree.

—Bueno, es que tu forma de decirlo es muy abrupta. Podrías ser más sutil.

—No —fue un "no" seco y directo.

Sus ojos se humedecieron. Intenté consolarla, pero se apartó de mí, violentamente. No la forcé a decir nada más. Se marchó a su habitación oscura. Pero yo quería saber más.




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