Sangre de Sirenas - Libro I (en revisión)

- 10 - REVELACIÓN

Danielle contemplaba el bosque a través del cristal empañado. Los árboles se sacudían bajo la furia de la tormenta, como si quisieran arrancarse de raíz y escapar con el viento. Dentro, la fiesta de cumpleaños de su hermana seguía su curso, absurda y brillante como un teatro de máscaras. Risas huecas, perfumes empalagosos, copas tintineando... Nada de eso le importaba. Esperaba, tenía algo importante que hacer. Con ansia contenida y un temblor en el pecho que le recorría la piel como un cosquilleo eléctrico.

La luna llena ascendía ya por entre las nubes, y su luz plateada bañaba los senderos, sería fácil ver en la penumbra. La esperaba. Era su señal. Cuando el último invitado se marchó, y solo quedaron las risas punzantes de las amigas de Elena, Danielle cerró los ojos. Lo que no sabía era que su hermana no participaba de esas risas, pues Elena aún se encontraba abrumada por una experiencia de la cual Danielle no tenía idea.

Cansada y aburrida, se quedó dormida, intentando que el tiempo no se hiciera eterno. Los latidos de su corazón palpitaban con fuerza, haciendo que su sangre revoloteara por todo su cuerpo, provocándole una cálida intranquilidad que le dificultaba la respiración. Su inquietud no le permitía siquiera dormitar. Se movía de un lado a otro, revolviendo las sábanas. El solo pensar en lo que sucedería la excitaba de tal forma que apretaba los muslos, tensándolos en su entrepierna.

Al fin, tras algunas horas, un silencio sepulcral invadió la mansión. Era el momento de salir a hurtadillas, como solía hacerlo. Nadie nunca notaba cuándo iba o venía. Salió descalza, como era su costumbre. Le gustaba sentir la tierra, el lodo, el pasto húmedo bajo sus pies. Sentir el frío en el rostro le provocaba placer, como si su cuerpo estuviera hecho para fundirse con la naturaleza. Recorrió gran parte del bosque hasta llegar a la playa. El mar estaba menos agitado. Se desnudó por completo, y los rayos de la luna hacían que su blanca piel pareciera luminiscente. Dejó que la luz azulada la bañara por completo. Aspiró profundo mientras observaba el horizonte. De pronto, escuchó ramas quebrarse. Alguien la observaba desde la lejanía, oculto entre los matorrales. Ella miró por encima del hombro y, sin darle mayor importancia, se fue introduciendo poco a poco en el oscuro mar, hasta hundirse por completo.

El tímido chico que la miraba, atónito desde lejos, llevaba dos años siguiéndola desde que su padre lo empleó en la mansión. Drenaba su pasión por ella en las noches de soledad. Conocía a la perfección su cuerpo desnudo solo de observarla, siempre oculto entre las sombras. La joven era objeto de sus deseos más profundos, aunque sabía que era prohibida, que jamás podría acercarse a ella, salvo en sueños. No entendía por qué siempre elegía las noches de luna llena para bañarse desnuda en el mar. Por supuesto, no le importaba, pero sentía una curiosidad insaciable. Ella era tan callada, tan misteriosa... tan bella como una ninfa etérea y frágil. Su amor por ella había crecido en el último año, a partir de una leve cercanía entre los dos.

Una tarde, mientras cortaba las rosas del jardín, miraba de vez en cuando hacia el balcón de Danielle, aunque siempre tenía las cortinas cerradas, como si la luz del sol le hiciera daño. Aun así, él albergaba la esperanza de poder saludarla algún día. Hasta que, por fin, tras mucho esfuerzo quitando hierbas y rociando las flores con agua especialmente abonada, ella abrió las cortinas. Como siempre, estaba casi desnuda. Él la observó, embelesado, sin percatarse de que los ojos negros de ella lo miraban fijamente. Podía sentir su desprecio bajo esa mirada fría y penetrante, lo que lo entristeció. Sin embargo, ella abrió la boca y comenzó a entonar un dulce melodía con una voz angelical que lo invadió por completo. Hipnotizado, la observó hasta que terminó la última estrofa. Entonces, ella le sonrió, una sonrisa dulce e inocente que él jamás pensó ver. Le devolvió la sonrisa casi por instinto, como un idiota, y al verla, agitó la mano para saludarla. Ella solo giró el rostro y regresó al interior. Aun así, su corazón dio un vuelco de alegría. El sol comenzaba a ocultarse, y su alma parecía hacerlo con él. Desde entonces, cada tarde ella cantaba para él. Y él sentía que perdía la voluntad sobre sí mismo, como si entre los dos se tejiera un poema de amor. Su fuego por ella ardía cada vez más.

Mientras Danielle se sumergía en esas aguas oscuras, la criatura que tenía frente a ella no era otra que su madre, Lucile Cross. La miraba sonriendo. Tomó su rostro y la besó, proporcionándole oxígeno. Luego conectó su mente y su alma con ella, como lo hacían desde hacía tiempo, a través de impulsos electromagnéticos que transmitían sus pensamientos. Desde que Danielle descubrió que su madre no había muerto al lanzarse del acantilado, la llamó por años hasta obtener una respuesta. Sabía que Lucile no era una humana común, lo comprendió de inmediato al verla por primera vez: era un ser mitológico, tan maravillosamente hermoso como las leyendas decían. Una sirena. Criaturas capaces de dormir a los marineros con su canto, para después devorar su carne y beber su sangre. Pero Danielle descubriría que esa versión no era del todo cierta. Poco a poco, le estaban enseñando las costumbres brutales y sanguinarias de su especie.

La conexión mental entre ambas se había fortalecido gracias al deseo de Danielle por transformarse. Quería ser como su madre, incluso después de escuchar la terrible historia de aquel día en que ella saltó desde las alturas para abandonarlas a todas, incluso a su esposo amoroso.

—Madre, necesito saber cómo volver a ser hija de la Diosa del Mar. Es mi derecho —suplicó, mientras Lucile la observaba con solemnidad. Sus largos cabellos rojizos flotaban en torno a ambas.

—Mi hermosa hija, lo harás. Es tu destino, igual que el de tu hermana. Ambas lo aceptarán. Las quiero conmigo, en nuestro hermoso reino bajo el mar.




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