Sangre de Sirenas - Libro I (en revisión)

- 15 - OSCURIDAD

Habían transcurrido apenas unas horas desde la terrible noticia de la muerte de Elena, que llegó poco después del asesinato de Cinthia. Todo estaba sucediendo con demasiada rapidez para que yo pudiera asimilarlo.
Dejé a George dormir; estaba exhausto, y nunca lo había visto en ese estado. Nos esperaba el regreso a casa para enterrar a su hija, y ese era un dolor que ni siquiera él, con toda su entereza, podía soportar.
Salí del mugroso Hotel que las autoridades nos habían asignado y, como si el destino insistiera en entrelazarnos, me topé nuevamente con Anel. Se veía más triste que nunca.
Las 24 horas de restricción finalmente habían pasado, así que podíamos hablar, aunque no estaba seguro de querer tocar un tema tan doloroso, especialmente el de Elena.

Brenda, mientras tanto, ya movía todos los hilos a su alcance para conseguirnos permiso de salida. Ella, siempre eficiente, explicó a todos el motivo de nuestra partida, las dos tragedias que obligaban a George a regresar. Usaría todas las influencias y contactos del estudio para abrirnos camino.

Anel fue quien rompió el silencio.

—¿Adrien? Qué sorpresa... me alegra verte en momentos como este —dijo, conteniendo el impulso de abrazarme. Lo noté.

—Lo sé, es terrible. Aún no puedo asimilarlo.

—Por supuesto que no... apenas ha pasado tiempo. Brenda nos dijo que nuestro jefe tenía que regresar urgentemente a casa.

—¿Les dio detalles de por qué? —pregunté, frunciendo el ceño con ansiedad.

—No, pero es horrible que no nos diga por qué quiere abandonarnos en un momento así.

—No los quiere abandonar. Es una emergencia... y por eso debemos volver.

—¿Tú también? —me miró con ojos desesperados.

—Sí, yo también —afirmé con frialdad.

—Lo siento, no debí insistir —dijo bajando la mirada, y la tristeza en su rostro me golpeó.

—No te disculpes. Soy yo quien lo lamenta. Y siento mucho lo de Cinthia.

La abracé, impulsivamente, y Anel se deshizo en llanto, empapando mi camisa con sus lágrimas dulces. Su rostro, sus suaves sollozos, su fragilidad, todo en ella me enternecía.

Acaricié sus rizos para consolarla, aunque quizás era yo quien necesitaba ese consuelo más que nadie. Todavía no podía creer en la muerte de Elena. De hecho, no lo haría hasta verla con mis propios ojos. Nos despedimos poco después. Anel tenía mi número, podría contactarme cuando todo esto terminara.

Después de tomar algo de aire, Brenda me llamó para avisarme que nuestro vuelo saldría en una hora. Las maletas ya estaban listas, lo cual era una preocupación menos.
Sentía una presión insoportable en el estómago. Saber que iba a enfrentarme al cadáver de Elena me provocaba náuseas; apenas y podía retener el escaso almuerzo que había comido.

Durante el vuelo, el mareo no cesaba. George, por su parte, casi terminó una botella de vino antes de caer rendido en el asiento. Nuestro vuelo era privado, contratado por la urgencia, aunque había imaginado que viajaríamos en un vuelo comercial.

Al aterrizar, el nerviosismo me invadía como una marea oscura.

El jardín, imponente y lleno de árboles, nos recibió antes de alcanzar la entrada principal de la mansión. Ese mismo jardín que tantas veces fue testigo de nuestras travesuras y escapadas.
Pensar que ya no escucharía su risa estruendosa me llenaba de soledad. Sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. No quería ver su bello rostro sin vida, no quería encontrar su cuerpo rígido, inerte en un ataúd.

Me estaba muriendo con ella al imaginarla allí.

Sabía que Elena soñaba con un ataúd de terciopelo morado, cubierto de rosas rojas, con adornos de murciélagos en las cerraduras. Siempre tan peculiar. Sonreí con tristeza al recordar esos deseos tan suyos. Esas palabras martillaban en mi mente. Aún me resistía a creer que ya no volvería a ver su rostro pálido pero vibrante de vida.

Entramos en la mansión. Sally nos recibió con una alegría que parecía forzada, agotada de tanto llorar. Me abrazó y ofreció sus respetos a George. Yo, sin embargo, la miraba con extrañeza.
Elena había sido como una hija para ella. Perderla debía de haber sido un golpe demoledor.

El miedo me paralizaba mientras cruzábamos el umbral, anticipando el escenario funesto que nos aguardaba. Avanzamos lentamente. La primera en aparecer fue Danielle, vestida de negro riguroso. El duelo ya pesaba sobre ella como un manto.

Corrió a abrazar a su padre y, al verme, me fulminó con una mirada fría, acusadora.
George rompió en llanto sobre su hija, mientras Sally se acercaba con cautela.

—¿Señor Cross? ¡George! —llamó, elevando la voz.

—Sally... mi niña... mi hija... está muerta —gritó él entre lamentos, tomándola del hombro.

—George, no era ella. No era su cuerpo. Solo era una chica muy parecida. Se realizaron los análisis correspondientes, y Danielle y yo reconocimos el cadáver. No era Elena —dijo, llorando mientras lo abrazaba.

George la miró, y en sus ojos brilló el agradecimiento, aunque también intuíamos que la furia pronto estallaría. Había abandonado a su equipo, había sufrido, todo por una mentira cruel, esto no lo va a perdonar nunca. Una tormenta se acercaba.

Al escuchar esto, respiré profundamente, aliviado de que el cuerpo no fuera el de Elena. De verdad era un gran alivio saber que no era ella. Entonces, como había supuesto, debía ser cierto: ahora pertenecía al mar, y seguramente se encontraba nadando en las profundidades de su nuevo hogar. Me pregunto, ¿cómo será?, ¿cómo vivirá?, ¿cómo se adaptará a un lugar tan diferente al que estuvo acostumbrada por veintiún años?

Ahora solo faltaba que nos dijeran cómo murió Cinthia, si de verdad la asesinaron. Además, tenía un asunto pendiente con Danielle, quien me debía unas cuantas explicaciones, pero tendría que esperar porque se encerró con su padre en su oficina; imagino que hablarán sobre lo que pasó. Yo, de verdad, quería irme como tenía planeado, pero ahora me sería imposible hasta que terminara este asunto. Las autoridades nos tienen vigilados, pues a pesar de las investigaciones aún somos sospechosos.




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