Sangre de Sirenas - Libro I (en revisión)

- 2 - ELEVADOR

Después de buscarla por todas partes, dejando pasar un día completo, acudimos a las autoridades, pero nos dijeron que debíamos llenar el formulario de persona desaparecida y publicar en su sitio una fotografía reciente, era mucho papeleo, pero sabemos que el estado se toma muy en serio este tipo de situaciones. La desesperación y frustración del señor Cross solo aumentaban mi angustia. Sentía la preocupación por ella latente en todo mi cuerpo: un mal sabor de boca, presión en el estómago, la certeza de que algo terrible estaba a punto de suceder.

Elena regresó alrededor de las tres de la madrugada. Estaba muy pálida, cansada, con el cabello enmarañado, el vestido rasgado y sucio. No fue sino hasta que me acerqué lo suficiente que noté cómo la suciedad se mezclaba con una humedad rojiza. En efecto, era sangre cuajada, de un tono marrón casi seco, adherida a su ropa y piel. La vi entrar a mi habitación del hotel como un espectro de medianoche.

—Elena, ¡por Dios!, ¿qué te pasó? ¡Respóndeme, Elena! ¿Dónde estuviste? —la agité por los hombros y la abracé.

Ella no reaccionaba, parecía una muñeca de trapo en mis brazos. Intenté hacerla responder varias veces, pero no dijo ni una palabra. La llevé en brazos a su habitación, la recosté con cuidado sobre la cama y ella simplemente se dejó caer sobre las almohadas. Cerró los ojos. Solo la observé mientras se perdía en sueños. En ese momento, su padre entró corriendo, alertado por mis gritos.

—Mi pobre hija... ¿qué te ha sucedido? —George se inclinó junto a la cama, tomó su mano y la besó.

Luego se volvió hacia mí, furioso.

—A ver, pedazo de mierda, cuéntame qué pasó. ¡Tú dijiste que solo había salido a caminar por la costa!

Nunca lo había visto perder el control de esa manera. Tampoco me había insultado antes. Aun así, respondí con calma, sin querer provocar más conflictos.

—Señor, ya le dije todo lo que sé. Después de eso, no la vi más, estuve toda la tarde con usted.

Él cerró los ojos, frunciendo el entrecejo —un gesto familiar, noté— y se masajeó las sienes con la mano izquierda, colocando el pulgar en una y el índice en la otra. El gesto acentuaba sus arrugas y lo hacía parecer más viejo, visiblemente cansado.

—Lo siento, hijo. Es que nunca había visto a mi hija en tal estado.

Agaché la cabeza, recargado en el marco de la puerta, desfajado, con dos botones desabrochados de la camisa negra que llevaba puesta. No me importaba: así había quedado tras buscarla sin descanso. George me miró con atención.

—Te ves muy mal, hijo. Mejor ve a descansar —me dijo, con tono paternal.

—Sí, señor. No se preocupe, ya llamé al doctor Oliver. Llegará en unos minutos. Si necesita algo, no dude en llamarme.

Asintió. Me di la vuelta, le hice un gesto de despedida con la mano y escuché cómo el señor Cross llamaba a la policía, reprochándoles su ineficiencia. Ellos le explicaron que no habían pasado muchas horas y agradecieron que la hubieran encontrado durante las primeras, que son cruciales en una búsqueda. Quería quedarme con Elena, pero lo mejor era que su padre la acompañara.

Caminé por el pasillo del hotel hasta mi habitación, pero una furia repentina me invadió. ¿Qué clase de monstruo le haría daño a mi Elena? ¿Por qué? ¿Con qué propósito? Tendría que esperar a que despertara para saber. No podía irme a dormir así, sin más. Pensé en salir a caminar, sin rumbo, con la esperanza de encontrar al agresor de Elena y hacerlo pagar, y de paso entender el extraño comportamiento que había mostrado.

Fijé la vista en el piso alfombrado, de un tono café oscuro, suave al pisar, mientras me dirigía al elevador. Estábamos en el último piso del hotel. Sin levantar la mirada, un perfume dulce llegó a mi nariz y sentí un golpe en el pecho. Escuché un estruendo, como si costales de papas cayeran al suelo. Y entonces la vi.

Era Aria Zúñiga, una de las modelos, había chocado conmigo. La observé unos segundos tirada en el suelo, sentada de golpe, con el vestido subido hasta el ombligo. Le tendí la mano para ayudarla a levantarse.

—Gracias, eres muy amable. Pero, ¿por qué ibas mirando el piso? —me soltó un reproche con ese acento latino tan seductor.

—Lo siento, Aria —respondí en un español bastante pobre, aunque eso pareció divertirla—. No estaba atento, solo quería despejar mi mente, pero nunca imaginé que chocaría con un ángel.

Ella se sonrojó ante mi coqueteo espontáneo. Últimamente, se me estaba volviendo costumbre soltarles esas tonterías a mujeres desconocidas. Elena y yo solíamos reírnos de esas situaciones.

—Me alegra encontrarte. Todos en la producción estamos preocupados por lo que pasó con la hija de George.

—Ya la encontramos. Avisamos a las autoridades y el doctor viene en camino —me quedé en silencio un momento.

—Me alegra escuchar eso. ¿Y se encuentra bien? ¿Adrien...? —Aria notó mi distracción y pasó su mano frente a mis ojos. Reaccioné.

—De repente te quedaste mudo. Anda, déjame acompañarte a caminar —me dijo, intentando convencerme. Arqueé una ceja.

—En verdad, prefiero estar solo. Pero gracias por tu preocupación. Solo estoy un poco angustiado por ella. Y lamento haberte tirado al piso —mi respuesta sonó un poco sarcástica.

—Es que, hombre, pareces un muro. Anda, déjame acompañarte —insistió, apoyando su mano en mi pecho. La aparté con una sonrisa cortés.

—Mil disculpas. Con tu permiso, me retiro.

La dejé con una expresión de frustración, sin culpa alguna. Entré al elevador. Ese invento tan curioso del ingenio humano que busca hacernos la vida más fácil, pensé.

Ya dentro, pulsé el botón para descender al primer piso. Pero de pronto las luces se apagaron. Un ruido espantoso se escuchó, como si el ascensor estuviera a punto de caer en una licuadora gigante. El ruido cesó, pero todo quedó en completa oscuridad.

—¿Por qué a mí? —murmuré.

Tanteé las paredes metálicas buscando el botón de emergencia, sin éxito. Me dejé caer al piso y di un puñetazo en la alfombra. De inmediato, un zumbido insoportable atacó mis oídos. Me los cubrí con las manos, pero no cesaba. Grité. Sentí como si me clavaran estacas de hielo en los tímpanos. Mas que un zumbido parecía un chillido agudo y penetrante. Grité más fuerte.




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