Sangre del bosque

Capítulo: El Asedio de Castle

El cielo estaba teñido de rojo. No por el sol poniente, sino por el reflejo de las llamas que consumían los últimos vestigios de resistencia humana. Clarissa cabalgaba sobre un corcel negro de ojos ardientes, su capa ondeando como una sombra viva detrás de ella. La sangre salpicaba su armadura negra y dorada, pero sus ojos no mostraban fatiga, sólo una determinación implacable.

—Comandante Corner — llamó, deteniendo su montura en una colina que dominaba la vista del próximo objetivo—Castle está al alcance. No dejaremos que ninguno escape. Que el viento lleve el rugido de nuestra furia.

Corner, cubierto de heridas y polvo, asintió con un gesto firme.

—Las criaturas están listas, mi reina. Los grifos acechan desde el cielo, y los árboles vivientes ya han extendido sus raíces bajo las murallas.

Clarissa sonrió, una mueca más cercana a la satisfacción cruel que a la alegría.

—Que comience el asedio.

El primer ataque cayó como una tormenta inesperada. Los grifos descendieron en picada, rompiendo las filas humanas con la violencia de relámpagos. Sus garras desgarraban armaduras y carne con la misma facilidad. Las hadas de batalla, diminutas pero letales, sobrevolaban a sus enemigos disparando dardos envenenados que se clavaban en gargantas y ojos con precisión inhumana.

—¡Resistan! ¡No cedan terreno!— gritaba un general humano, pero sus órdenes se perdían en el estruendo de la destrucción.

Desde el suelo, los árboles vivientes emergieron. Sus raíces se alzaban como tentáculos gigantes, rompiendo el pavimento de piedra, envolviendo cuerpos y aplastándolos con un crujido nauseabundo. Las murallas que protegían Castle comenzaron a agrietarse, incapaces de soportar la furia de la naturaleza misma.

Clarissa avanzó entre el caos, cada enemigo que se le cruzaba era abatido sin esfuerzo, su estilo de combate era una danza letal, un giro, un corte, una estocada certera. No tenía piedad ni dudas.

—¡Por los reyes caídos!— rugió, mientras atravesaba el pecho de un caballero que intentó detenerla.

La batalla era un infierno desatado. Los unicornios de piedra, bestias colosales esculpidas por la magia antigua, embestían las puertas del castillo con cuernos afilados como lanzas. Cada impacto resonaba como un trueno, haciendo temblar la tierra. Las puertas finalmente cedieron, astilladas y destrozadas.

Clarissa levantó su espada, señalando hacia el interior de Castle.

—¡Adelante! ¡No dejen piedra sobre piedra!

Las criaturas irrumpieron, un río de furia desbordada. Los soldados humanos, superados y desmoralizados, intentaban defenderse, pero era inútil. Las calles se llenaron de gritos, acero y fuego.

En la cima de la torre más alta, el Rey Holmer observaba la masacre con el rostro desencajado por la ira y el miedo. Sabía que la guerra estaba perdida.

—¿Dónde está Eryndor? —gruñó, apretando los puños sobre el alféizar de la ventana.

Mientras tanto, Eryndorse acercaba al campo de batalla, su rostro sombrío al ver el humo negro elevándose sobre el reino que debía proteger. Al entrar en la ciudad, vio la destrucción, casas ardiendo, soldados caídos, criaturas mágicas arrasando sin piedad.

Y en medio de ese caos, la vio.

Clarissa, de pie sobre un montón de escombros, su espada cubierta de sangre, observando el campo de batalla como una diosa de la guerra. No parecía una villana, sino una fuerza de la naturaleza desatada.

Eryndor desmontó y se abrió paso entre los restos del ejército derrotado hasta acercarse lo suficiente para que su voz pudiera alcanzarla.

—¡Clarissa!—gritó, su voz firme pese al estruendo del combate. —¡Debemos hablar!

Clarissa giró lentamente, sus ojos helados encontrándose con los de él. No mostró sorpresa. Solo un destello de reconocimiento, seguido de desdén.

—¿Otra vez tú? ¿Vienes a suplicar por tu patético reino? —escupió, bajando de su montura con elegancia letal.

Eryndor se mantuvo firme, aunque su corazón latía con fuerza.

—No vengo a suplicar. Vengo a detener esto. Matar a mi pueblo no traerá de vuelta a los tuyos.

Un silencio tenso se extendió entre ellos, como si el propio campo de batalla se hubiera detenido a escuchar.

Clarissa se acercó, despacio, con la espada aún en la mano.

—No. Pero hará que el tuyo sienta el dolor que yo sentí.

Sin más palabras, alzó su espada, dispuesta a acabar con él allí mismo.

Eryndor desenvainó la suya, y el choque de acero contra acero marcó el inicio de un duelo que no era sólo una lucha por la vida, si no por el alma de dos mundos.




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