Para celebrar la nueva era, Clarissa instauró el Festival del Renacer, un evento anual donde humanos y criaturas mágicas compartían danzas, historias y rituales que honraban tanto la memoria de los caídos como la esperanza del futuro.
Durante el primer festival, Clarissa subió al escenario central, rodeada de luces flotantes y pétalos de flores que caían como una lluvia suave. Con voz firme, dijo:
—Este no es el reino de una Reina ni de un Rey. Es el hogar de todos los que lucharon por algo más grande que ellos mismos: la libertad de existir en armonía. Que el pasado nos enseñe, pero que el futuro nos inspire.
El aplauso que siguió no fue solo para ella, sino para un pueblo que, contra todo pronóstico, había renacido de las cenizas.
***
El tiempo no había borrado las cicatrices de la guerra, ni tampoco suavizado la tensión entre Clarissa y Eryndor. A pesar de sus roles en el nuevo consejo, su relación estaba teñida de una dualidad peligrosa: una mezcla de desprecio y fascinación que ni la Reina ni el Príncipe podían negar.
Eryndor no era un prisionero en cadenas, pero seguía atrapado en la jaula invisible de la lealtad a un pasado que ya no existía. Clarissa, por su parte, gobernaba un reino que había ganado con sangre, pero la presencia del príncipe era una constante provocación, un recordatorio viviente de todo lo que había perdido y, quizás, de lo que no sabía que podía sentir.
***
Era una noche tranquila en el reino, el aire perfumado por las flores nocturnas que brillaban bajo la luz plateada de la luna. Clarissa se encontraba en la torre más alta del castillo, contemplando el horizonte desde el balcón, su capa negra ondeando como una sombra al viento.
Eryndor apareció sin anunciarse, como solía hacer, con ese descaro que ella encontraba irritante… y extrañamente intrigante.
—¿Reflexionando sobre tu gloriosa victoria? —preguntó, apoyándose casualmente contra el marco de la puerta.
Clarissa ni siquiera se giró para mirarlo.
—Al menos tengo una victoria sobre la que reflexionar. —respondió con frialdad.
Él sonrió de lado, acercándose sin miedo.
—¿Sabes? Eres fascinante. Has construido un reino próspero, pero parece que lo único que realmente te mantiene despierta por las noches… soy yo.
Esa fue la gota que colmó el vaso. Clarissa se giró de golpe, sus ojos ardiendo con una furia contenida.
—No eres más que un eco del pasado, un recordatorio de lo que destruí. No te confundas, Eryndor. Si aún respiras es porque me resulta útil, no porque me importe.
Eryndor se acercó aún más, acortando la distancia entre ellos hasta que solo un suspiro podría haber cabido en ese espacio.
—¿Útil? ¿Es por eso que me miras de esa forma cuando piensas que no me doy cuenta?
Clarissa no retrocedió. Al contrario, mantuvo la mirada, desafiándolo con cada fibra de su ser.
—No eres más que una distracción.
Pero su voz tembló, apenas un matiz, suficiente para que Eryndor lo notara.
Él inclinó levemente la cabeza, sus ojos recorriendo los de ella con una mezcla de burla y algo más oscuro, más intenso.
—Entonces distraete.
Y antes de que pudiera responder, Eryndorla besó. Fue un choque de fuego y hielo, de odio y deseo entrelazados en una explosión de emociones reprimidas. Clarissa lo empujó con fuerza, separándose bruscamente, sus labios ardiendo por la rabia… o por algo que no quería nombrar.
—¡Nunca vuelvas a hacer eso! —espetó, respirando con dificultad.
Eryndor solo sonrió, satisfecho.
—Lo dices como si eso fuera una orden que estuviera dispuesto a obedecer.
Después de aquella noche, la tensión entre ellos se intensificó. Las reuniones del consejo estaban cargadas de miradas desafiantes, respuestas afiladas y un juego constante de provocaciones sutiles.
Un día, durante una discusión acalorada sobre un conflicto en la frontera, Clarissa perdió la paciencia.
—¿Por qué estás siquiera opinando, Eryndor? Este no es tu reino. —El príncipe se inclinó hacia adelante, con una sonrisa arrogante.
—No, pero parece que soy el único aquí capaz de decirte lo que nadie más se atreve.
El silencio cayó sobre la sala. Los consejeros intercambiaron miradas incómodas. Clarissa se levantó de golpe, su silla chirriando contra el suelo de piedra.
—Habla entonces. Dime algo que valga la pena escuchar.
Eryndor se puso de pie con la misma calma que la sacaba de quicio.
—Que puedes conquistar reinos, pero no controlar tu propio corazón.
El golpe fue más profundo que cualquier espada. Clarissa lo miró con una furia que no era solo ira, sino miedo. Miedo de que tuviera razón.
Esa noche, Clarissa caminó sola por los jardines del castillo, entre flores que brillaban con la magia que ella misma había desatado. Pero en su pecho, el verdadero caos no era el recuerdo de la guerra, sino las palabras de Eryndor.
Él no era su enemigo. No realmente. Y eso la enfureció más que cualquier batalla.
Pero, ¿cómo odiar a alguien que la desafiaba a ser más que su venganza? ¿Cómo amar a alguien que representaba todo lo que alguna vez destruyó?
Clarissa sabía que la rivalidad con Eryndor no era un juego. Era una guerra diferente, una que no pod
ía ganar con espadas ni con magia.
Y esa, quizás, era la más peligrosa de todas.
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Editado: 04.05.2025