En la sala del trono, un nuevo consejo mixto se había formado. Humanos y criaturas mágicas debatían sin descanso, sus voces elevándose en un coro de acusaciones y recriminaciones.
Un representante humano golpeó la mesa.
—No podemos confiar en criaturas que alguna vez nos atacaron. La paz es una ilusión.
Clarissa se levantó de su trono, su voz fría como el acero.
—¿Y deberíamos confiar en humanos que asesinaron a mis padres y quemaron mis tierras? Si yo pude mirar más allá de eso, ¿qué te detiene a ti? ¿Cobardía?
El hombre palideció, pero antes de que la tensión escalara, Eryndor intervino, apoyándose con despreocupación en la mesa.
—Vaya, qué inspirador. ¿Vamos a medir quién odia más o preferimos evitar otra guerra?
El silencio cayó como un manto pesado tras las palabras de Eryndor. Todos los ojos se fijaron en él: algunos con desdén, otros con sorpresa. Solo Clarissa mantuvo su expresión imperturbable, aunque una chispa de aprobación brilló fugazmente en sus ojos. El príncipe continuó, su tono cargado de ese sarcasmo que parecía ser su escudo y su espada a la vez:
—O podemos seguir aquí, dándonos discursos heroicos mientras el verdadero enemigo se fortalece afuera. La paz no se firma con palabras, se construye con acciones.
Clarissa se cruzó de brazos, evaluándolo.
—¿Y cuál es tu brillante plan esta vez, príncipe? ¿Otro viaje suicida?
Eryndor sonrió con esa arrogancia encantadora que tanto la exasperaba.
—Pensé en algo menos dramático. Unir al reino desde adentro.
El consejo murmuró inquieto. Clarissa se acercó lentamente, su voz un susurro peligroso.
—¿Estás sugiriendo que trabajemos juntos?
—¿No lo estamos haciendo ya? —replicó él, inclinándose lo suficiente para que solo ella lo escuchara—. Te guste o no, funcionamos mejor cuando estamos en desacuerdo.
Días después, comenzaron a organizar patrullas mixtas de humanos y criaturas mágicas para vigilar las aldeas más vulnerables. Clarissa y Eryndor, como símbolos de esta frágil alianza, lideraban los esfuerzos.
Sin embargo, el resentimiento latente era difícil de disipar. Pequeñas rebeliones estallaron en las aldeas, con emboscadas a las patrullas y sabotajes en los suministros.
Una noche, tras un enfrentamiento en una aldea fronteriza, Eryndory Clarissa acamparon en silencio. El fuego entre ellos lanzaba destellos que iluminaban sus rostros cansados.
Eryndor rompió el silencio, su voz más baja de lo habitual.
—¿Alguna vez te cansas de luchar?
Clarissa no apartó la vista del fuego.
—Solo cuando estoy perdiendo. — respondió soltando una risa suave, pero había amargura en ella.
—Siempre estás ganando, entonces.
Clarissa lo miró por fin, sus ojos más suaves, aunque su expresión seguía dura.
—No. Perdí todo antes de empezar a ganar.
El silencio se hizo más denso entre ellos, pero no incómodo. Era un entendimiento tácito, un reconocimiento de las cicatrices invisibles que ambos llevaban.
Eryndor se inclinó hacia atrás, mirando el cielo estrellado.
—Tal vez por eso somos un buen equipo. Ambos sabemos lo que es perderlo todo.
Clarissa no respondió, pero aquella noche sus pensamientos no encontraron descanso.
***
El frágil equilibrio se rompió cuando uno de los líderes humanos del consejo fue encontrado muerto, envenenado. Las sospechas recayeron de inmediato sobre las criaturas mágicas.
La tensión estalló. Algunos humanos atacaron un asentamiento de criaturas, y la represalia no se hizo esperar.
Clarissa, furiosa, confrontó al consejo, su voz un látigo.
—¿Creen que la venganza resolverá algo? Ya destruimos un reino por ese mismo pensamiento. ¿Acaso no aprendieron nada?
Pero la situación se había desbordado. La guerra civil parecía inevitable.
Eryndor la encontró sola en la sala del trono esa noche, su figura recortada contra la luz tenue de las antorchas.
—No puedes controlarlo todo, Clarissa.
Ella se giró, su mirada encendida de rabia.
—¡Tengo que hacerlo! Si no lo hago, este reino se desmoronará.
Eryndor se acercó, sin miedo, desafiándola de la única manera que parecía llegarle: con honestidad brutal.
—No es tu deber salvarlos a todos. Pero si quieres que este reino sobreviva, tendrás que confiar en alguien más que en ti misma.
Clarissa lo miró fijamente, sus labios apretados en una línea dura… pero sus ojos traicionaban la verdad: sabía que él tenía razón.
—¿Y se supone que confíe en ti? —susurró, su voz más vulnerable de lo que habría querido. Haciendo que sonriera, esta vez sin arrogancia, solo cansancio y una extraña ternura.
—No soy el peor aliado que podrías tener.
Clarissa suspiró, cerrando los ojos un breve instante. Luego asintió.
—Entonces vayamos a detener otra guerra.
Y esta vez, no caminaban como enemigos, ni siquiera como rivales. Era algo más complicado. Algo más peligroso.
***
La tensión en el reino alcanzaba un punto crítico. Las aldeas ardían en llamas de odio, el consejo se había fragmentado, y la delgada línea que separaba la frágil paz de una nueva guerra estaba a punto de romperse. Clarissa y Eryndor luchaban día tras día, sofocando rebeliones, negociando treguas temporales, y enfrentándose no sólo a sus enemigos, sino también al creciente conflicto que hervía entre ellos.
El gran salón del trono estaba lleno esa mañana. Humanos y criaturas mágicas se reunieron en una última asamblea para evitar lo inevitable: la guerra civil. Clarissa, con su porte imponente y mirada de acero, se mantuvo de pie frente al consejo, mientras Eryndor observaba desde su posición, en silencio, su expresión más seria que nunca.
Un líder humano, visiblemente molesto, alzó la voz
—¿Por qué deberíamos creer en esta alianza? La reina Clarissa gobierna con criaturas que mataron a nuestros hermanos. ¿Cómo sabemos que mañana no nos traicionará?
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Editado: 04.05.2025