Sangre del bosque

Capítulo: Sombras del Corazón

Los días siguientes transcurrieron con una calma engañosa en el reino. Aunque la guerra había terminado, el verdadero desafío apenas comenzaba. Humanos y criaturas mágicas convivían en una paz frágil, tejida con hilos de desconfianza y viejas heridas que aún sangraban en silencio. Clarissa y Eryndor, ahora unidos por un lazo matrimonial que parecía más una estrategia que una promesa, caminaban por senderos desconocidos, tanto en el reino como en sus propios corazones.

Clarissa se había refugiado en sus deberes como Reina, manteniendo el control con la misma disciplina que empleaba en el campo de batalla. Pero había noches en las que se encontraba mirando al vacío, recordando la calidez de la voz de su madre o la firmeza protectora de su padre. Y en esas noches, inevitablemente, sus pensamientos volvían a Eryndor.

Eryndor, el príncipe que había sido su enemigo. El hombre que ahora compartía su trono, su espacio… y, de alguna manera, su dolor.

Una tarde, mientras el sol se despedía tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados, Eryndor la encontró en el mismo jardín donde había hablado de sus padres. Ella estaba de pie, observando una flor solitaria que había crecido en medio de la piedra, una prueba de que la vida siempre encuentra un camino, incluso en los lugares más duros.

—¿Esa flor te dice algo? —preguntó Eryndor con su tono tranquilo, acercándose.

Clarissa no se giró.

—Que la vida es terca. Incluso cuando todo está en su contra, insiste en crecer.

Eryndor se detuvo a su lado, sus manos entrelazadas detrás de la espalda.

—Como tú.

Sus palabras la hicieron parpadear, pero no respondió. El silencio se extendió entre ellos hasta que Eryndor, con un suspiro, continuó.

—Clarissa, esto… —hizo un gesto señalando el castillo, el reino, a ellos— no es fácil para ninguno de los dos. Pero si vamos a gobernar juntos, tenemos que aprender a confiar el uno en el otro.

Ella finalmente lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y algo más difícil de identificar.

—¿Confianza? —repitió, con una ligera risa sarcástica—. Confío en que eres un buen político, Eryndor. Confío en que eres un Rey que sabe cuándo hablar y cuándo callar. Pero confiar en ti como hombre… eso es otra historia.

Eryndorno se inmutó.

—Entonces cuéntame esa historia. Déjame escucharla.

Clarissa apretó los labios, sintiendo una punzada de frustración mezclada con una emoción que no quería admitir.

—¿Por qué te importa tanto? —preguntó finalmente, la voz baja pero cargada de tensión.

Eryndor se acercó un poco más, sus ojos azules fijos en los de ella.

—Porque, por alguna maldita razón, me importa lo que sientes.

El aire entre ellos se volvió más denso, cargado de una electricidad invisible. Clarissa tragó saliva, sintiendo que su corazón latía más rápido de lo que debería.

—¿Eso te hace sentir mejor? ¿Saber que has logrado romper una pared que ni siquiera tú deberías haber tocado?

Eryndor sonrió levemente, pero no había burla en su expresión, solo una honestidad cruda.

—No estoy aquí para derribar tus muros, Clarissa. Solo quiero que dejes una rendija para que la luz entre.

Sus palabras la golpearon más fuerte que cualquier hechizo. Clarissa apartó la mirada, sintiendo una batalla interna que no podía ganar con espadas ni con magia.

—¿Sabes qué me enseñaron mis padres sobre el amor? —dijo de repente, su voz temblando ligeramente—. Que el amor es un acto de valentía. No es perfecto, no es simple. Es mirar a alguien y decir: "Sé que puedes herirme, pero aún así te elijo."

Eryndor la escuchó en silencio, su rostro serio.

—¿Y a quién eliges ahora? —preguntó suavemente.

Clarissa lo miró de nuevo, sus ojos llenos de una tormenta contenida.

—No lo sé. Pero sé que me asusta la idea de poder hacerlo algún día.

Eryndor asintió, entendiendo más en ese momento que en todo el tiempo que habían compartido. No intentó tocarla esta vez. No hizo promesas vacías ni buscó respuestas inmediatas.

—Cuando estés lista, aquí estaré. —fue todo lo que dijo antes de alejarse, dejándola sola con sus pensamientos y con una flor solitaria que seguía creciendo contra todo pronóstico.

***

El reino comenzaba a respirar una paz inestable. Humanos y criaturas mágicas trabajaban juntos, pero bajo la superficie, las tensiones latentes amenazaban con resurgir. Las sombras no solo habitaban en los rincones del castillo, sino también en los corazones de aquellos que habían perdido demasiado en la guerra. Clarissa y Eryndor, aunque unidos por un matrimonio forjado en la política y la supervivencia, aún caminaban en la delgada línea entre el deber y los sentimientos no resueltos.

Pero la paz siempre es frágil, y el destino parecía decidido a recordárselo.

Una mañana, mientras el reino se sumía en sus actividades, llegó un mensajero al castillo, cubierto de sangre y polvo. Cayó de rodillas frente al trono, sus palabras entrecortadas por la falta de aire y el horror reflejado en sus ojos.

—Reina Clarissa… Rey Eryndor… algo… algo ha despertado en las Montañas de Ceniza.

Clarissa se inclinó hacia adelante, su expresión endureciéndose.

—¿Qué clase de “algo”?

El mensajero tragó saliva, sus manos temblorosas.

—Una criatura… no, un ser que ni siquiera las leyendas se atreven a nombrar. Devora la tierra, consume la magia misma. Las aldeas cercanas han desaparecido. Solo quedamos unos pocos para contar lo que vimos.

Eryndor frunció el ceño, intercambiando una mirada con Clarissa. A pesar de su complicada relación, ambos entendieron sin necesidad de palabras: esto no podía ignorarse.

Ese mismo día, contra el consejo de sus asesores, Clarissa y Eryndor partieron juntos. Ella montaba un corcel negro con ojos que brillaban como brasas, mientras que él cabalgaba un majestuoso corcel blanco, símbolo de su linaje humano. Detrás de ellos, una escolta mínima de soldados y criaturas leales.




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