Una mañana gris, cuando el sol apenas se atrevía a asomar entre nubes pesadas, un temblor sacudió el suelo del reino. No fue un temblor común. La tierra rugió con un eco ancestral, y desde los bosques sagrados hasta los campos de Velkar, un mismo mensaje parecía gritar en el viento: Algo estaba despertando.
En el consejo real, criaturas mágicas y humanos discutían acaloradamente sobre la causa del fenómeno.
—La magia está desequilibrada, Reina Clarissa. —dijo el druida Eldarion, su barba trenzada reflejando su antigüedad—. El corazón de la tierra está herido.
Eryndor, con el ceño fruncido, observaba un mapa extendido sobre la mesa.
—¿Qué significa eso? ¿Un terremoto? ¿Una criatura?
Clarissa sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era solo un temblor. Era un llamado. Un eco que resonaba en su propia sangre.
—Debemos ir al Bosque de Raíces Antiguas. Allí comenzó todo.
Eryndor asintió sin dudar.
—Iremos juntos.
El viaje fue diferente a cualquier batalla que hubieran enfrentado. No había enemigos visibles, solo la sombra de algo que amenazaba con devorar la esencia misma del mundo.
En la quietud de las noches bajo cielos estrellados, lejos del peso de sus coronas, Clarissa y Eryndor redescubrieron algo que la política les había arrebatado: la simplicidad de estar juntos.
Una noche, junto a una fogata, Eryndor observó cómo la luz danzaba sobre el rostro de Clarissa. Ella estaba perdida en pensamientos, con la mirada fija en el fuego.
—A veces olvido cómo era mi vida antes de todo esto. —dijo ella, rompiendo el silencio—. Antes de la guerra, antes del trono.
Eryndor se acercó, su voz suave como un susurro entre las llamas.
—¿Y cómo era?
Clarissa sonrió con melancolía.
—Libre. Inocente. Solía pensar que el mundo era un lugar donde la magia y la vida podían coexistir sin dolor.
Él la estrechó entre sus brazos, y tomó su mano, entrelazando sus dedos con los de ella.
—¿Y ahora?
Clarissa lo miró, sus ojos dorados brillando.
—Ahora sé que la paz no es un regalo. Es algo que construyes… con esfuerzo. Y a veces con el corazón roto.
Eryndor inclinó la cabeza, rozando su frente con la de ella.
—Entonces construyámosla juntos.
Y en ese momento, no eran Rey y Reina. Solo dos almas heridas, encontrando consuelo en el amor que habían negado por tanto tiempo.
Cuando finalmente llegaron al Bosque de Raíces Antiguas, encontraron la fuente del desequilibrio: una grieta en la tierra, de la que emanaba una oscuridad que parecía devorar la misma luz del día.
No era solo magia corrupta. Era el odio acumulado de siglos, una herida abierta en el corazón del mundo.
Clarissa supo de inmediato qué debía hacer.
—Debo sellarla. Pero necesitaré tu ayuda.
Eryndor asintió sin dudar.
—Lo que necesites.
Juntos, de pie sobre el borde de la grieta, entrelazaron sus manos. Clarissa comenzó a recitar un antiguo hechizo, su voz mezclándose con el susurro del viento. Eryndor cerró los ojos, enfocando su energía, su fe, en ella.
La magia de Clarissa era salvaje, poderosa. Pero el amor de Eryndor actuó como un ancla, un equilibrio perfecto entre fuerza y calma. Era como si sus almas se entrelazaran, creando algo más fuerte que cualquier hechizo: una unión irrompible.
Con un rugido final, la grieta se cerró, y la tierra tembló una última vez antes de calmarse.
Agotados, cayeron de rodillas, respirando con dificultad. Eryndor la miró, con el corazón latiendo desbocado.
—Clarissa…
Ella lo miró, sus ojos brillando con lágrimas.
—Eryndor…
Se besaron, no con la urgencia de la pasión desenfrenada, sino con la certeza de dos almas que habían encontrado su hogar.
Cuando regresaron, algo había cambiado. No solo en el reino, sino en ellos mismos. Ya no eran gobernantes que compartían un trono por obligación.
Eran compañeros. En el poder. En el amor. En la vida.
Las decisiones difíciles seguían llegando, pero ahora las enfrentaban juntos, no como dos mitades en conflicto, sino como un todo indestructible.
***
Con la grieta sellada y la paz temporal establecida, los reinos vecinos comenzaron a enviar emisarios. Algunos buscaban alianzas sinceras, mientras que otros, ocultos tras palabras diplomáticas, observaban con recelo la creciente influencia del nuevo reino unificado.
En el gran salón, adornado con estandartes que combinaban símbolos humanos y mágicos, Clarissa y Eryndorrecibían a los embajadores de tres reinos importantes:
El Reino de Lysenar, conocido por sus riquezas minerales y su tradición guerrera.
El Ducado de Venareth, un territorio neutral cuya economía dependía del comercio.
El Imperio de Thalorien, una potencia lejana, famosa por su intriga política y sus juegos de poder.
Lord Kaelen de Lysenar fue el primero en hablar, un hombre de ojos duros y voz grave.
—La unión de sus coronas es… interesante. Pero ¿es lo suficientemente fuerte como para mantener la paz? O quizás, ¿es solo una tregua temporal entre antiguos enemigos?
Clarissa lo miró fijamente, su postura erguida y su voz firme.
—La paz no es un adorno para exhibir en reuniones diplomáticas, Lord Kaelen. Es un pacto forjado en fuego y sangre. Y nosotros no estamos interesados en probar nada.
Eryndor, con su carisma natural, suavizó la tensión con una sonrisa calculada.
—Pero si desean comprobarlo, pueden quedarse a ver cuánto tiempo dura. Aunque les advierto, podrían aburrirse.
El salón estalló en risas tensas, pero Clarissa notó las miradas que se intercambiaban entre los embajadores. Había algo más bajo la superficie.
Esa noche, en la intimidad de sus aposentos, Eryndor y Clarissa discutieron lo ocurrido.
Eryndor, despojándose de su armadura ceremonial, suspiró.
—Kaelen no confía en nosotros. Y Venareth juega a dos bandos. ¿Thalorien? Ellos observan, esperando que fallemos.
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Editado: 04.05.2025