Sangre del bosque

Capítulo Final: Donde el Amor Raiza en la Eternidad

Los años pasaron con la serenidad que solo la verdadera paz puede ofrecer. Clarissa y Eryndor, alguna vez enemigos, luego aliados, y finalmente amantes, habían construido un reino que florecía en armonía. Las cicatrices de la guerra permanecían en las memorias y las piedras del castillo, pero el verdadero legado era el que crecía silenciosamente entre ellos: una familia.

Clarissa nunca pensó en la maternidad. Su vida había sido una batalla constante, y el amor que había encontrado con Eryndor ya era más de lo que alguna vez se atrevió a imaginar. Pero el destino, caprichoso como siempre, tenía otros planes.

Una mañana, mientras caminaban por los jardines del castillo, Eryndor notó algo distinto en ella. Sus pasos eran más lentos, su piel más pálida, y aunque Clarissa intentaba disimularlo, él la conocía demasiado bien.

—¿Estás bien? —preguntó con el ceño fruncido, tomando su mano.

Clarissa, con una sonrisa cansada, simplemente respondió:

—Solo estoy… cansada.

Pero no era solo cansancio. Pronto descubrieron la verdad: Clarissa estaba embarazada.

El anuncio fue recibido con una mezcla de alegría y temor. Su linaje mágico, combinado con la humanidad de Eryndor, creaba una vida que desafiaba la propia naturaleza. Y no era una sola vida… eran dos.

—Mellizos, —murmuró el sanador real, con ojos asombrados— un milagro raro, incluso entre los seres mágicos.

Eryndor estaba radiante, su mano descansando sobre el vientre de Clarissa, sus ojos brillando con una mezcla de amor y asombro. Pero Clarissa… ella sentía miedo. No por ella, sino por ellos.

—¿Y si no sobreviven? ¿Y si la magia los daña? —confesó una noche, con la cabeza apoyada en el pecho de Eryndor.

Él la abrazó con fuerza, su voz un susurro lleno de convicción.

—Sobrevivirán. Porque son nuestros. Porque su historia ya está escrita en las estrellas.

El embarazo no fue fácil. Clarissa enfrentó complicaciones que ningún sanador, ni humano ni mágico, podía prever. Hubo noches de dolor y días de esperanza, lágrimas derramadas en silencio y oraciones susurradas al viento.

Pero finalmente, en una madrugada bañada por la luz plateada de la luna llena, los mellizos llegaron al mundo.

Una niña y un niño.

Clarissa, exhausta pero con el corazón lleno, sostuvo a sus hijos por primera vez. La niña tenía los ojos intensamente dorados de su madre y una pequeña marca en forma de hoja sobre la clavícula, un símbolo de su conexión con la tierra. El niño, en cambio, tenía el cabello oscuro de Eryndor y unos ojos que parecían reflejar el cielo en un día despejado.

—¿Cómo los llamaremos? —preguntó Eryndor, con la voz quebrada por la emoción.

Clarissa los miró, sintiendo un amor tan abrumador que le robó el aliento.

—Eliana, —dijo, acariciando la mejilla de su hija—, porque su luz es como la del amanecer.

Luego, giró hacia su hijo, cuyos diminutos dedos se aferraban a su dedo.

—Y Arian, porque su alma es tan libre como el viento.

Con el tiempo, Eliana y Arian crecieron rodeados de amor y enseñanzas. Eryndor les enseñó sobre la diplomacia, el honor y la humanidad, mientras Clarissa les mostró la magia del mundo, la conexión con la naturaleza y la importancia de la fuerza interior.

Los mellizos eran el equilibrio perfecto: Eliana era fuego, pasión y curiosidad sin límites; Arian, calma, reflexión y una bondad que podía derretir hasta el corazón más frío.

El reino los adoraba, viéndolos como símbolos vivientes de la unión entre dos mundos que alguna vez estuvieron en guerra.

Una tarde, mientras el sol teñía de oro los jardines del castillo, Clarissa y Eryndor observaban a sus hijos jugar. Arian intentaba controlar su magia, haciendo que pequeñas flores brotarán de la nada, mientras Eliana desafiaba a un joven aprendiz de espadachín en un duelo amistoso.

Eryndor tomó la mano de Clarissa, entrelazando sus dedos con los de ella.

—¿Recuerdas cuando dijimos que nunca imaginamos llegar aquí? —murmuró, con una sonrisa.

Clarissa lo miró, sus ojos reflejando cada batalla, cada beso, cada pérdida y cada victoria que los llevó a ese momento.

—No lo imaginé, pero ahora no puedo imaginar nada más. — Eryndor se inclinó para besarla, un gesto simple pero cargado de la historia que compartían.

Y así, con el sonido de las risas de sus hijos y el murmullo del viento entre los árboles, supieron que habían ganado más que un reino o una guerra.

Habían ganado una vida.

Habían ganado el amor.




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