Años después, el reino había cambiado de formas que Clarissa y Eryndor jamás imaginaron. Donde antes hubo campos de batalla, ahora florecían jardines interminables. Las antiguas cicatrices de la guerra se habían transformado en monumentos, no solo para recordar el dolor, sino para honrar la fuerza de la reconciliación.
Pero el tiempo, como la marea, no se detiene para nadie.
Clarissa se encontraba en el mismo claro del bosque donde, de niña, su vida había cambiado para siempre. El lugar donde había perdido a sus padres… y donde había jurado venganza. Ahora, ese mismo sitio estaba cubierto de flores silvestres que sus hijos solían recoger para ella.
Eliana y Arian eran adultos, cada uno liderando con la pasión y la sabiduría que heredaron de sus padres. Eliana, feroz y carismática, lideraba el consejo mágico; Arian, compasivo y reflexivo, guiaba a los humanos hacia una coexistencia pacífica. Juntos, eran el reflejo perfecto de lo que Clarissa y Eryndor construyeron.
Eryndor llegó a su lado, con el cabello teñido de hilos plateados, pero con la misma chispa en sus ojos. Se sentó junto a ella en la hierba, sus manos entrelazadas como si el tiempo jamás hubiera pasado.
—¿Pensaste alguna vez que llegaríamos aquí? —preguntó él, su voz un susurro entre el canto de los pájaros.
Clarissa sonrió, pero sus ojos se nublaron ligeramente, no de tristeza, sino de la inmensidad de los recuerdos.
—Hubo un tiempo en el que solo conocía la ira. Pensé que eso me definiría para siempre.
Eryndor apretó su mano.
—Pero encontraste algo más fuerte.
—Sí… —asintió ella—, te encontré a ti.
Se quedaron en silencio, observando cómo el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. Ese mismo sol que alguna vez parecía tan lejano en medio de la oscuridad, ahora brillaba con la promesa de un nuevo día.
Los años continuaron, y cuando Clarissa sintió que su tiempo en este mundo llegaba a su fin, pidió ser llevada una vez más al bosque. Eryndor estuvo a su lado, como siempre, sosteniendo su mano mientras el viento susurraba entre los árboles que una vez la protegieron.
—Eryndor, —susurró con dificultad—, prométeme algo.
—Lo que quieras, Mi Reina.
Ella giró su rostro hacia él, su sonrisa débil pero llena de amor.
—Cuando mi alma cruce al otro lado… no me busques. No me llores. Solo… recuérdame en cada flor que florezca, en cada brisa que toque tu piel. Estaré allí.
Eryndor, con lágrimas rodando por su rostro envejecido, asintió.
—Siempre te encontraré en todo lo que ame.
Clarissa cerró los ojos con una última sonrisa. Y así, la Reina de la magia, la mujer que desafió la muerte, la guerra y su propio corazón, se despidió del mundo.
Eryndor vivió algunos años más, siempre visitando el claro donde descansaba Clarissa, hablándole como si aún estuviera a su lado. Y cuando su tiempo llegó, fue allí donde su alma encontró descanso, junto a ella, como siempre debía haber sido.
Eliana y Arian gobernaron un reino donde la historia de sus padres se convirtió en leyenda. No como la de una reina y un príncipe que alguna vez fueron enemigos, sino como la historia de dos almas que desafiaron el destino, la muerte y la guerra para encontrar el amor verdadero.
Y en el claro del bosque, dos árboles crecieron, entrelazados en un abrazo eterno. Uno con hojas doradas como el fuego, el otro con raíces profundas y fuertes.
Se decía que si escuchabas con atención, podías oír el eco de sus voces, riendo juntos entre el susurro del viento.
Porque el amor verdadero nunca muere. Solo encuentra nuevas formas de vivir.
Fin…
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Editado: 06.05.2025