ALEJANDRA SE SUBIÓ AL ÓMNIBUS que la llevaría de vuelta a su casa. Eran ya más de las siete de la tarde y estaba oscureciendo con rapidez, pudo percatarse de aquello al mirar por la ventanilla, mientras caminaba hasta el fondo.
Odiaba sentarse adelante, a la vista de todos. Siempre la miraban como si fuese un ser extraño, como si proviniese de otro planeta. Pero ¿qué tenía de malo vestirse completamente de negro?, ¿qué tenía de malo llevar piercings y tatuajes en su cuerpo, teñirse el pelo bruno, maquillarse la cara muy pálida y pintarse los labios oscuros como solía hacerlo ella?
Pocos parecían pensar de esa manera, y casi todos la evadían. De cualquier modo, prefería estar sola y sola era como estaba, al menos durante la mayor parte del tiempo. Ella también los evadía. No le agradaba la compañía, se sentía incómoda ante la presencia de otras personas.
Se sentó en el último asiento y se colocó sus auriculares; un álbum de Korn comenzó a reproducirse de inmediato en su iPod. Mientras los demás subían y esperaban a que el autobús arrancase, continuó dibujando una gran mariposa negra en un cuaderno destinado específicamente para ese fin. Había comenzado a crearla unas horas atrás, cuando estaba en el recreo, en la facultad de Artes Visuales, lugar donde estudiaba. Amaba el arte, consideraba que había nacido para dedicarse a él.
Cada día tomaba ese mismo ómnibus para volver a su casa después de la facultad, y casi siempre veía a las mismas personas subir en él, pero nunca antes había visto al apuesto hombre, de piel increíblemente pálida, quien justo en ese momento estaba caminando por el pasillo, directo hacia ella. No pudo evitar mirarlo y sentirse nerviosa. ¿Se sentaría el extraño junto a ella?
Eso fue lo que sucedió, aunque había muchos otros lugares desocupados. Rápidamente cerró su cuaderno y lo guardó en la mochila. No quería que ningún desconocido viese sus dibujos; eran algo muy preciado para ella.
Él le sonrió con una mueca un tanto extraña, o al menos eso le pareció. Alejandra lo ignoró, como ignoraba a todos, sin embargo, no pudo evitar darse cuenta de lo muy apuesto que él era: el cabello le caía hasta los hombros y era tan oscuro como la bella noche, la cual ella tanto amaba. Sus ojos eran de un color celeste tan puro que le recordaban la imagen del iceberg que había visto hacía ya un tiempo, de visita al Sur de Argentina. Y, sobre todo, su piel perfecta, de un color pálido natural, que envidiaba y admiraba, deseando que la suya también fuese de ese matiz. Nunca había visto a alguien tan hermoso y que vistiese de manera tan sofisticada: sus jeans oscuros debían ser Levi's, y su chaqueta de cuero seguramente importada. Era buena con los detalles. Lo único que no había alcanzado a ver eran sus zapatos, pero supuso que también serían negros y de los mejores en el mercado.
Cerró los ojos para no seguir mirándolo, fingiendo dormir, concentrándose en la música que resonaba potente, mientras el transporte incrementaba su marcha; no obstante, tan solo unos minutos más tarde, su iPod se apagó sin previo aviso.
¿Cómo podía ser, si estaba cargado casi por completo cuando se había puesto a escuchar música?, se preguntó mientras guardaba el aparato en su mochila, junto con su cuaderno. No pudo dejar de advertir la sonrisa cómplice de su acompañante mientras lo hacía. Suspiró y se recostó en su asiento, deseando que su reproductor de mp3 no se hubiera apagado, en cuanto él comenzó a hablarle.
—Buenas noches —le dijo el extraño, en un tono que no reconoció, por lo cual sospechó que el español no era su lengua materna.
—Hola —respondió ella fríamente, tratando de darle a entender a ese atractivo hombre que no era una persona a la cual le gustara conversar.
—Soy nuevo por aquí —admitió él—. ¿Podrías decirme dónde queda el bar Stiller?
Alejandra no conocía demasiado la gran ciudad, pero a ese bar bien sabía cómo llegar, ya que estaba justo frente al edificio donde vivía.
—Claro —le contestó—, tenés que bajarte en el mismo lugar que yo. Faltan unos diez minutos para llegar.
—Gracias —dijo él y continuó—: hoy comienzo a trabajar allí. Supongo que nos volveremos a ver.
—Posiblemente —contestó ella, sin decidirse si era bueno o no que eso llegase a suceder.
Se mantuvo en silencio por el resto del viaje, mirando por la ventanilla, mientras recorrían la gran ciudad de Buenos Aires. Ambos se bajaron en la misma parada. Le indicó dónde quedaba el bar y luego cruzó la calle para ir a su departamento. Pudo darse cuenta de que él no había entrado a la taberna y la miraba desde afuera, entre tanto ella cerraba el portón de acceso a su edificio. No esperaba volver a verlo después de eso.
Subió las escaleras hasta su departamento en el tercer piso y abrió la puerta: todo estaba exactamente como lo había dejado. Entró y cerró detrás de sí. Tiró su bolso en su oscuro sofá aterciopelado, y se dirigió a su habitación para quitarse la ropa ajustada; necesitaba ponerse algo que le permitiese estar más cómoda ahora que estaría sola.
Cuando se miró en el espejo antiguo que adornaba su habitación, unas pequeñas marcas rojas en la parte izquierda de su cuello llamaron su atención: era como si algo la hubiese mordido. «Parecen marcas de vampiro», pensó, «pero los vampiros no existen», se reprochó. Seguramente algún insecto la había picado de camino a casa. Sí, esa debía ser la razón. Se sacó la ropa que tenía puesta y se vistió de manera holgada. Quería seguir dibujando y, una vez que hubiera terminado, tenía pensado convertir su dibujo en un cuadro que colgaría en su habitación sobre la cómoda. Era el sitio donde sentía que ese cuadro necesitaba estar.