Sangre Negra

CAPÍTULO I "INICIOS"

"INICIOS"

¿Cómo olvidar aquellos días en que el cielo no se nubló, sino que se desangró en una hemorragia eterna?
Nubes necróticas preñadas de pus se retorcían en forma de vísceras desgarradas de algún dios moribundo; su oscuro enfermizo teñía a Thorok de un gris gangrenoso. Caían espesas como lágrimas de difunto, transformando los caminos en fango putrefacto que palpitaba bajo las botas. El viento —un coro de almas condenadas— azotaba los techos con ira divina.
Thorok, antaño orgulloso por sus pesquerías yacía ahora como un cadáver a la orilla del mar. Sus barcos vacíos se balanceaban como ataúdes a la deriva; las redes colgaban igual que pieles desolladas mientras el viento las estremecía queriendo borrar todo rastro de vida. Los precios se inflaban como cadáveres en descomposición, cavando tumbas para las esperanzas; los trabajos, espejismos que se desvanecían al alcance de la mano.
La tormenta que llevaba —once largos días— azotando no era un simple fenómeno atmosférico sino la respiración agitada de algo antiguo que se había despertado. Esta miseria arraigada entre nosotros como una plaga bíblica anunciaba tiempos difíciles.
En mi desesperación por sobrevivir me refugiaba en el único oficio que conocía: la caza. Un arte que castiga hasta el más mínimo error. Por eso un curioso adorno en mi abdomen mostraba la marca de una garra, lo cual me recuerda que la presa también lucha.
La naturaleza no me había regalado la fuerza bruta de los leñadores ni la resistencia de los herreros, pero el arco y el cuchillo me habían esculpido a su imagen: brazos fibrosos y tensos como cuerdas de ballesta, surcados por venas que latían al ritmo de la persecución. Cada presa arrastrada dejaba su cicatriz en mi carne, surcos profundos que trazaban mapas de batallas ganadas.
Mis manos —herramientas de muerte cotidiana— desarrollaron su propia geografía: palmas callosas cual corteza de roble, nudillos agrietados como tierra reseca, marcas que ni los años lograban borrar. Las uñas, eternamente ennegrecidas por la sangre que se negaba a desaparecer y la piel curtida por soles incontables eran el pergamino donde mi vida había quedado inscrita.
Cada alba paría nuevas monstruosidades donde antes habitaba lo familiar: los árboles convulsos se arqueaban en éxtasis de agonía, sus cortezas supurando savia como llagas abiertas en la carne del mundo. Los arroyos— antes cristalinos— ahora arrastraban viscosos torrentes de fluidos innombrables: un cóctel de algas pútridas y sangre coagulada que perfumaba el aire con el almizcle dulzón característico de la carroña fresca.
Las presas que cobraba tenían los ojos inyectados en sangre, abatidas de terror, con pupilas tan dilatadas que casi borraban el iris, como si hubieran contemplado lo que ningún mortal debería ver.
Mudo testigo de esa putrefacción cósmica observaba a través de mis ojos — pozos negros sin fondo donde la luz se perdía para siempre— con una desesperación que carcomía mi alma. A veces al mirarme en los charcos de agua no reconocía la silueta que el reflejo me devolvía. Las hebras plateadas en mi cabello ya no parecían canas, pero sí los filamentos de esa red invisible que algo estaba tejiendo alrededor de Thorok.
Bernus Mendrich no fue sólo un padre, también mi iniciador en el arte de la caza. Recuerdo con vívida claridad aquel primer día: las ramas negras y retorcidas — semejantes a los dedos de algún dios arbóreo moribundo— se curvaban sobre nosotros con una lentitud que traspasaba lo natural; el viento arrastraba consigo una niebla de esporas con olor a musgo putrefacto fundiéndose con el aliento húmedo de la tierra en una simbiosis repulsiva.
Con solo siete años mis manos infantiles temblaban, no tanto por el peso del arco, tal vez por el susurro ancestral que recorría mi espina dorsal al penetrar en el bosque. De aquellas prácticas surgieron enseñanzas valiosas: distinguir entre huellas, el arte de la inmovilidad, hacer que los pájaros olvidaran mi presencia y que el bosque me aceptara como una sombra más. Lecciones que se incrustaron en mi mente como los rastros de locura en el diario de un suicida.
Pero entre todas la paciencia se alzaba como un cuchillo contra mi garganta. Un concepto antinatural que mi carne repudiaba con cada fibra de su ser. Era un muro de huesos, una barrera que mi instinto arañaba con saña. Mi ser primitivo clamaba por acción, por rasgar el velo de la realidad con la violencia pura de mis actos. Aquella chispa de impulso inmediato, esos dedos ansiosos por tensar el arco y liberar la flecha demasiado rápido me impedían asimilar la lección.
Ahora comprendo que aquella paciencia que tanto repudié no era simple virtud de cazador, era instinto puro de supervivencia. Cada segundo de espera forzada, cada minuto de quietud agonizante, fueron lecciones preparatorias para cuando las reglas de la realidad comenzaran a romperse.
De aquellos días solo conservo jirones de memoria como páginas arrancadas de un libro viejo. Mi padre no sucumbió a una enfermedad común, mas bien a una antigua maldición que elegía a sus víctima con propósito macabro. No existía cura ni esperanza, solo la lenta y dolorosa cuenta regresiva hacia el inevitable final.
Hadoey el médico del pueblo pronunció el diagnóstico "La Marea Roja" (nombre tan inocente para algo tan abominable) no era solo un simple sangrado, algo vaciaba metódicamente el cuerpo dejando atrás sólo un cascarón vacío. Brotaba por los oídos, la boca, la nariz, incluso entre las lágrimas se podía ver el rojo de la sangre. La enfermedad no mataba rápido era un ladrón paciente, simulaba el caudal de un arroyo lento, pero constante.
Era impactante ver los cadáveres pálidos cual mármol, secos como las hojas de otoño hasta que sólo quedaba un saco de piel adherido a los huesos, cuerpos que parecían haber llorarado sus órganos licuados. Al enterrarlos la tierra alrededor de las tumbas permanecía húmeda y rojiza durante semanas repeliendo aquellas ofrendas impuras, negándose a absorber su corrupción.
El declive fue una ceremonia horripilante. Empezó con tenues manchas en su pañuelo, convirtiéndose pronto en un torrente imparable.
Lo vi debilitarse día a día, una vela al borde de apagarse. Catorce días durante los cuales el titán que me enseñó a desollar bestias con sus propias manos se convirtió en un espectro pálido y quebradizo, su cuerpo había desarrollado grietas invisibles, fisuras por donde se filtraba la vida misma. Ya no retenía alimento alguno lo expulsaba en forma de vómito negro y espeso que reptaba por las sábanas como serpiente ciega en busca de los lugares mas oscuros. Las moscas necias acólitas de la descomposición acudían al festín solo para perecer al contacto. Todo lo que emanaba su cuerpo era simplemente una palabra Muerte.
Las noches se extendieron en eternidades de agonía resonante; cada chillido se incrustaba en mis conductos auditivos como gusanos royendo mi cordura gota a gota. Hasta que un silencio peor que mil gritos llegó. En el fondo de mi alma donde —anidan las verdades que nos negamos a reconocer— se resistía a aceptar la cruda realidad.
Mi padre había muerto. Treinta años de ausencia para ese entonces no habían logrado borrarlo. Su presencia perduraba cada vez que empuñaba el arco; su espíritu me guiaba con la misma firmeza con que moldeaba mis manos de niño. Sobre mi corazón ese —órgano decadente que aún insistía en latir— colgaba una reliquia, un recuerdo que me fundía con él. Un colmillo de oso negro pulido por el tiempo y el sudor testigo silente de aquella primera victoria juntos.
En cambio un nombre vacío que crece con los años fue lo que heredé de mi madre Leirad Vender. Lo susurraba entre las paredes de nuestra casa, eco que chocaba contra el silencio de una respuesta ausente.
Mi padre jamás permitió que mi boca pronunciara su muerte —ocurrida el mismo día en que yo manché el mundo con mi primer llanto— no era simple duelo, era un secreto sellado con plomo.
La curiosidad voraz me consumía. A ocultas aceché a los ancianos del pueblo con sigilo de sabueso ante tumbas profanadas. Las respuestas que arranqué fueron trozos de carne podrida disfrazados de banquete, pulidas, demasiado ensayadas: "Fue buena","Trabajadora", "Te amó".
El pueblo entero guardaba su recuerdo como se esconde un cuerpo; hasta el panadero cuyo rostro jamás había guardado un secreto se transformaba en una máscara de cera cuando pronunciaba su nombre.
Llené su ausencia con espectros de mi propia cosecha: bruja, asesina, ramera... ¿Importaba acaso qué monstruo había sido?
La verdad se pudría en los labios sellados de esos cobardes. El auténtico horror no era lo que ocultaban sino los vacíos que mi mente se veía obligada a llenar con pesadillas cada vez más grotescas.
Creerás que entre tanto sufrimiento es imposible que exista felicidad, pero hasta en el páramo más árido germinan breves milagros.
Fue cuando entonces Shara irrumpió en mi vida —un rayo de luna— perforando una noche sin estrellas. No hubo cortejo, ni dudas, sólo el reconocimiento instantáneo de dos almas que ya se habían buscado en otras vidas.
Ella era ese raro prodigio que daba luz sin quemar, que amaba con la ferocidad de una loba y la delicadeza de la nieve al caer. Perseguía mi dolor con la dedicación de una sacerdotisa, cubriéndome con su bálsamo de amor, logrando borrar mis penas con caricias. Sus sonrisas eran pócimas transformadoras de días tristes en alegrías, incluso al despertar la encontraba observándome con una ternura que rozaba lo voraz temiendo que yo dejara de respirar durante la noche. Ella fue el único acto de piedad que este mundo cruel permitió en mi camino un fragmento de paraíso plantado en el decadente Thorok.
La tienda de costura, un cubículo claustrofóbico aprisionado entre los vapores agrios de la taberna y la casa ruinosa de Vercin donde Shara ejercía sus milagros. De sus manos surgían vestidos que arrancaban suspiros hasta a las damas de la capital, tejidos con las telas más exquisitas traídas por mercaderes del sur.
Allí bajo la luz titilante de las velas sus dedos —delgados pero fuertes— danzaban con la aguja en un ritual hipnótico. Los maestros sastres contemplaban embelesados aquella precisión sobrenatural, hasta las telas más ásperas cedían ante sus palmas doblandose en pliegues perfectos sin oponer resistencia.
Trabajaba hasta el límite del colapso, sus dedos temblaban y el hilo enrojecía al rozar sus yemas agrietadas de tanto esfuerzo. La noche la sorprendía inmóvil, encorvada sobre la mesa, —espalda rígida cuello arqueado— con los brazos extendidos cual alas fracturadas con los dedos aún aferrados a la aguja, su cuerpo incluso al borde de la inconsciencia se negaba a rendirse.
Vislumbrar semejante escena desgarraba algo dentro de mí.
Siempre decía "Necesitamos el dinero" al recuperar el sentido limpiándose la sangre de los dedos. El dinero era necesario pero no tanto como el brillo que se le escapaba entre puntada y puntada, importaba más su vida que cualquier gran pago.
La maternidad era su obsesión sagrada, un anhelo que el destino le negaba tatuando una cicatriz invisible en su vientre que supura nostalgia. Fue cuando un día la encontré postrada en el suelo, en uno de esos momentos que la mente nos arrastra a esos recuerdos más oscuros. La casa se ahogaba en una penumbra espesa acariciando su figura ahí inerte. Avancé con el corazón martilleándome las costillas, mis manos temblorosas y mis ojos ansiosos escudriñando su cuerpo en busca de golpes visibles, cortes, moretones, cualquier prueba física de su tormento. Pero su carne estaba intacta, impecable como porcelana bajo mis dedos. Era su alma la que sangraba en silencio manchando la habitación con un dolor que no necesitaba heridas para existir.
Cuando al fin notó mi presencia su cabeza se desplomó contra mi hombro y fue entonces cuando el relato comenzó a brotar de sus labios.
Me habló de lo que crecía en su vientre años atrás... y como "Él" ( quien alguna vez fue su esposo, aunque dudo que fuera humano) usó sus puños —armas de algún dios cruel— castigando su cuerpo hasta que la vida dentro de ella se desprendió como fruta podrida de la rama.
Me describió noches de insania etílica donde su cuerpo era arrastrado por losas de piedra como un animal herido. Las suelas de botas borrachas estampaban su carne con metódica crueldad dejando costillas fracturadas que jamás soldaron bien. Las cicatrices no solo supuraban en su carne, habitaban incluso en donde el alma debería latir. Su maldad se había infiltrado en lo más profundo igual que un pecado ancestral.
Los silencios calculados —cargados de amenazas no dichas— las miradas que la diseccionaban cual espécimen de laboratorio, palabras que abrasaban su piel sin dejar marca y las humillaciones públicas conformaban un ritual de degradación meticuloso. No se saciaba con destrozar su cuerpo, pretendía aniquilar su esencia.
Sus palabras goteaban como cera caliente sobre mi piel, sus acciones eran de una crueldad inimaginable que superaba en vileza a la anterior. No alcanzo a concebir su desesperación, ese sufrir cotidiano junto a tal monstruosidad. No solo perdió un hijo, su cuerpo y mente quedaron reducidos a escombros.
Este secreto no era como los demás. Había echado raíces en lo más profundo de su psique mutando en una criatura parásita que devoraba su vergüenza y crecía al ritmo de su corazón. Cada palabra que lograba pronunciar era una autoviolencia, una confesión que desgarraba heridas destinadas a supurar eternamente.
En momentos así cuando el alma se desgarra no hay mayor consuelo que una presencia firme. Yo sería el recipiente para su dolor. Me convertí en el muro de piedra contra el que rompían sus olas de angustia, en ese silencio sagrado que acogía sus palabras como ofrendas. No había prisa, ni juicios, sólo el espacio entre sus palabras y mi silencio atento. Prometí acompañarla no hasta que terminara de hablar, sino hasta que cada lágrima se seque, cada recuerdo amargo desenterrado quede en el olvido y ese temblor de sus manos encuentre quietud.
Sus manos recorrían una y otra vez el vientre vacío, ese lugar donde debería latir la vida que tanto anhelaba. Su mirada de dolor y esperanza me atravesaron el alma con sus próximas palabras:
—Tú me darás la felicidad que él me arrebató.
El reloj de péndulo se detuvo. El peso de su confesión se clavó en mi pecho como hierro candente fundiéndose en una promesa que no podía fallar. La atraje hacia mí envolviéndola en un abrazo que pretendía ser un escudo contra todos los males del mundo.
Por fuerte que apretara no podía saturar las heridas que el tiempo había convertido en cicatrices, no alcanzaba a calentar el frío que años de maltrato habían dejado en sus huesos, pero si juré ser el suelo firme donde finalmente pudiera echar raíces.
Pese a los males que cargaba mi cuerpo, la ausencia de mis padres y el vientre vacío de Shara habríamos podido llamar perfecta aquella existencia.
El pueblo yacía en una quietud casi sobrenatural, el tiempo parecía haberse dormido en los rincones. No había robos, ni otros crímenes, mucho menos disputas triviales entre vecinos ¿o acaso había olvidado ya la última vez que alguien alzó la voz?
Las personas aunque poco comunicativas cumplían sus labores con una precisión de relojería. Un "buen día" aquí sonaba más a condena que a saludo, cada sílaba era una moneda que no podían permitirse gastar.
El alcohol era el único néctar que untaba las lenguas para soltar palabras en la taberna de Franson. Donde el vino de ciruela sacaba a relucir historias entre dientes amarillentos y barbas tupidas con olor a salitre rancio sobre el otro pueblo cercano Danret.
A tres kilómetros al este donde los acantilados se retuercen en garras Danret acechaba entre la bruma. Pueblo maldito que arrastraba consigo relatos susurrados, historias de costumbres que no pertenecían a este mundo ni a ningún otro. Desde mi más tierna infancia esos rumores siempre estuvieron aquí, llegaban hasta Thorok como gusanos a la carne podrida, entrando en cada grieta y multiplicándose con cada boca que los repetía.
No era el alcohol lo que me atraía cada noche a la taberna, eran las historias que destilaban las palabras de los presentes.
Allí en mi rincón habitual —callado como una tumba, inmóvil como una estatua— devoraba cada sílaba con avidez enfermiza. Mis ojos no perdían detalle de sus movimientos, mis oídos captaban cada inflexión de voz y mi mente registraba cada tic y temblor en sus rostros.




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