"INICIO DEL CICLO"
26 de septiembre de 1632
Este día nació frío, con las tormentas aún no del todo ausentes. La lluvia, un mero velo translúcido, era solo el respiro del cielo conteniendo el aliento antes de escupir su próxima maldición.
Salí antes que el sol, mientras las últimas garras de la noche se aferraban a la tierra. Una bocanada de aire gélido se enroscó en mis pulmones al inspeccionar el arsenal a mis pies: cada arma yacía dispuesta, pulida con devoción casi religiosa. Para mí, no era simple cacería, sino ritual sagrado, siendo yo su más devoto acólito.
Shara, al igual que yo, se disponía a partir hacia su labor cotidiana cuando abandoné el hogar. Nuestras existencias, como dos péndulos malditos en relojes antiguos oscilaban en horas distintas -sólo coincidentes en esas brevísimas noches antes de dormir- cuando el agotamiento derribaba nuestras defensas y el sueño finalmente nos vencía. Solo para ambos despertar y repetir eternamente la misma oscilación: ella hacia su mundo de agujas y ruecas, yo hacia mis cazas con hachas y flechas.
El sendero se abrió ante mí como un pergamino antiguo; mis pasos, con precisión arqueológica, besaban las huellas fantasmales que mi padre había grabado en el barro décadas atrás. Así repetía el mismo rito de sangre y muerte, un rito que se había celebrado incontables veces desde que la primera bestia gimió bajo el hacha de algún antepasado. Este no era un camino que se elegía, sino uno que se heredaba.
Tres horas de marcha rítmica separaban Thorok de las fauces verdes. Tres horas durante las cuales el mundo civilizado que conocía se desvanecía a mis espaldas. Los sonidos familiares del pueblo -el repique de martillos en la herrería, los gritos agudos de los niños jugando- se extinguían uno a uno, ahogados por la espesura que se cerraba sobre mí como un manto vegetal.
El camino claro se difuminó, como si el bosque rechazara conscientemente cualquier intento de domesticación. Cada paso me adentraba más en aquel reino donde las reglas humanas perdían todo significado.
Hasta que fui totalmente engullido con la paciencia de una serpiente que digiere a su presa. Las ramas se curvaban sobre mi cabeza en arcos naturales, formando una catedral viva cuyos vitrales eran hojas que filtraban una luz verdosa. Ya no olía a hogar o a pan recién horneado, sino a tierra removida, a musgo putrefacto y a esa dulzura agridulce que desprenden las setas cuando inician su lenta descomposición. Eran aromas que no solo entraban en mis fosas nasales, sino que se arraigaban en mis venas, como si el bosque me reclamara. Aquel terreno se había vuelto una extensión de mi propia carne, un órgano más que mi cuerpo había conservado sin que mi mente lo supiera.
Por eso, cada fibra de mi ser vibraba en sintonía con él, revelándome una percepción más allá de lo humano: pupilas capaces de captar el temblor de una rama a cien pasos; oídos abiertos como fosas que descifraban la sinfonía oculta del bosque -desde el crujir de las larvas en la madera hasta el eco de pisadas que aún no habían sido dadas- y un olfato donde la savia amarga y la tierra mojada me guiaban con mayor certeza que cualquier brújula. Estas destrezas, adquiridas por años de obediencia al llamado de la sangre, me conferían la terrible gracia del depredador absoluto. Los corazones de las bestias ya palpitaban entre mis dedos mucho antes de que mis armas encontraran su carne. Yo era solo el sacerdote de aquel culto, el verdugo elegido para un ciclo de sacrificios que comenzó antes de mi nacimiento y continuaría mucho después de mi muerte.
El hacha descansaba junto a mí como un animal doméstico; su empuñadura -tallada en hueso- exhibía un brillo pálido y amarillento. Cada muesca en su filo contaba una historia de arterias abiertas y gritos ahogados, aún así, palpitaba hambrienta, sus ansias por sentir el néctar embriagador de la sangre tibia no se saciaba. No era la única que permanecía voraz: no muy lejos de mí, meticulosamente colocadas, mis trampas aguardaban en silencio su tributo de carne.
Estas trampas, siempre dispuestas a morder y nunca a soltar, permanecían abiertas como bocas de metal en una mueca permanente. Eran instrumentos que comenzaban siempre de la misma manera: un alarido. Ese grito aterrador que rasgaba el velo del bosque, no era solo de dolor, sino de reconocimiento, la comprensión instantánea del momento que delataría la existencia de mis nuevas víctimas.
No pasó mucho hasta que escuché el click: ese lenguaje casi mudo del mecanismo al cerrarse. Un jabalí joven, pero robusto, había ofrendado una de sus patas gruesas a mis dientes de hierro. La herida -una boca roja y sonriente- le había perforado el tendón con la eficacia de un caníbal mordiendo carne cruda. Atrapado en su agonía lanzó un bufido; sus colmillos, curvos como lunas menguantes excavaban cicatrices en la tierra en espasmos de furia inútil. Observé, calculando el instante exacto en que la rabia se quebrara en agotamiento, dejando solo el vacío resignado de quien sabe que ha perdido.
Entonces el hacha descendió. No en el lomo -esa violencia torpe de carniceros- sino hacia ese arco perfecto donde el cuello se funde con el cráneo: ese punto que solo conocen quienes han estudiado el lenguaje secreto de los cuerpos. Fue un movimiento tan limpio que el aire apenas tuvo tiempo de quejarse, un instante de perfección donde ni siquiera el miedo tuvo tiempo de ahogarse en sus ojos.
La cabeza rodó antes de que la sangre comprendiera que debía brotar; el chorro escarlata dibujaba garabatos en la tierra como un pintor demente, mientras el cuerpo se desplomaba con la elegancia lenta de un árbol derribado. Todo era perfecto. Todo era terrible.
Horas después, dos liebres blancas emergieron de entre los helechos. Confiadas en su velocidad corrían ante mis ojos a modo de burla.
Mi arco sería el verdugo de una de sus vidas. Su cuerda vibrante -como un tendón al límite- hizo silbar la flecha en el aire, enterrando la punta de hierro en su costado, encontrando ahí hogar entre sus costillas. Con un giro de su diminuto cuello buscó el origen del dolor; al descubrirlo, el horror la empujó a correr, pero irónicamente tropezó con sus propias entrañas que se desenredaban de su vientre.
No me apresuré en terminar su sufrimiento. Permití que la flecha cumpliera su propósito: cada latido acelerado empujaba la punta más profundo, hasta que su pelaje dejó de temblar.
La segunda, aturdida por el terror, corrió hacia mí como si en mi silueta encontrara un refugio contra el espectáculo de su compañera destripada. Sus patas trazaron un círculo perfecto de pánico, hasta que mis manos desnudas la interceptaron, cerrando su destino con un giro seco de cuello.
La caza estaba siendo generosa. El cadáver del jabalí, suspendido en mi arnés de cuero, imprimía su peso en mis hombros con cada paso. Su sangre, ya espesa, goteaba lentamente sobre mis botas, al tiempo que las dos liebres atadas a mi cintura golpeaban suavemente mi muslo.
Ya imaginaba cómo compartiría cada instante con Shara: el arco -como una reliquia de guerra- descansaría contra la pared, mientras las llamas proyectarían nuestras sombras agrandadas sobre la madera. Cada detalle de ese interminable duelo contra la naturaleza, donde el tiempo perdía todo significado, justo cuando el arco había lanzado su flecha mortal en una muerte perfectamente coreografiada.
Ella escucharía como siempre, con esa curiosa mezcla de fascinación y temor; el claro de sus ojos brillaría con una chispa que delataba un interés más profundo del que se atrevía a confesar.
En medio de mis relatos, sus dedos se contraían levemente, como si imaginara sentir ella misma el peso de mis armas. Pero jamás lo pidió. Ni lo pediría.
En nuestro mundo de roles tallados en piedra, una mujer con un arco de caza sería tan inconcebible como un hombre tejiendo vestidos. La taberna se reiría, las ancianas murmurarían sobre brujería y los cazadores -mis propios compañeros- fruncirían el ceño como si hubiera profanado algún pacto ancestral. Este muro de siglos de tradición era más eficaz que cualquier puerta con llave. Ella lo sabía. Yo también. Y así, nuestras conversaciones seguían siendo ese extraño baile: yo compartiendo fragmentos de mi mundo, ella conteniendo su anhelo tras una sonrisa, mientras ambos fingíamos no notar la jaula invisible que nos separaba.
El tiempo se había deslizado entre mis dedos con tal rapidez que el sol -testigo de mis depredaciones- se desplomaba tras las montañas con la solemnidad de un dios derrotado.
Ahora el bosque iniciaba su terrible transfiguración nocturna. Todo lo que había sido ordinario bajo la luz del día se despojaba de su disfraz para revelar su verdadero rostro.
El viento, antes un mero susurro entre las hojas, ahora ululaba con voz de criatura hambrienta. Sonidos que ningún cazador había documentado -gemidos guturales- surgían de docenas de pupilas brillantes que parpadeaban en sincronía con los aullidos distantes de los lobos. Las reglas habían cambiado, esta no era la misma foresta que había pisado al amanecer; era su gemela maldita, su versión más oscura.
La noche nunca fue aliada del hombre. Su manto ocultaba grietas del terreno, ávidas de engullir al caminante desprevenido. Una caída allí no sería un simple tropiezo, sino una sentencia: huesos quebrados y una agonía prolongada junto a gritos -que nadie oiría- sería un festín fácil para bestias que deambulan en busca de su comida.
La verdadera sabiduría del cazador no radicaba en su valor, sino en conocer el momento preciso para retirarse a tiempo, antes de que la oscuridad borrara los senderos para siempre.
Sin preámbulos, apreté el paso, hundiendo mis botas en el surco gastado del camino. Cada paso resonaba como un latido fúnebre, un eco de fatiga que trepaba por mis piernas hasta la nuca.
Sin embargo, en los confines de mi agotamiento, donde la sombra del colapso merodeaba, brillaba una visión incorruptible: Shara, con su sonrisa que contenía todo el calor que el bosque me había robado ardía en mi mente más vívida que una antorcha. Podía sentir ya el fantasma de sus dedos, el roce de su aliento en mi piel sudada cuando se inclinara para darme el beso de bienvenida. Estos eran los premios que me esperaban al final del día; esos pequeños gestos que enderezaban mi espalda cuando flaqueaba y convertían mis tropiezos en pasos firmes.
Las imágenes danzaban en mi mente, tan absorto en ellas que no sentí acercarse el peligro.
Sin anunciarse, un vértigo sacrílego me asaltó sin clemencia.
El mundo se quebró en un instante: el impacto de mis rodillas contra la tierra resonó en mis huesos con un dolor agudo, pero el de mi cráneo fue aún peor. Tan intenso que grité, o quizás solo fue el -eco de un grito rebotando en las cámaras olvidadas de mi mente- porque la noche lo engulló con la avidez de un pantano tragándose una piedra.
Mi visión se desvaneció en un torbellino de sombras, y cuando mis ojos -esos traidores- lograron enfocar, la realidad se había retorcido.
Allí, en ese espacio distorsionado donde las leyes de la creación parecían haberse quebrado, algo se movía. Una silueta que desafiaba toda lógica: su altura desmesurada, acompañada de extremidades grotescamente alargadas que parecían haberse estirado hasta el límite del desgarro, violando así las leyes de la naturaleza. Cada contorno de su ser gritaba que no pertenecía a este plano terrenal.
Quedé perplejo, observando, hasta que minutos que sabían a siglos pasaron antes de que el dolor aflojara su garra y mi vista lograra ensamblar la realidad, aunque algo en mí ya no se sentía mío del todo.
Noté como si hubieran hurgado en los pliegues de mi mente, con la meticulosa obscenidad de un carroñero entre vísceras.
Mi cabeza palpitaba, difusa, y por unos segundos mis recuerdos fueron arrancados. Mi nombre se desvaneció en esa niebla mental junto con todo rastro de quién era o había sido. Los recuerdos de infancia, los rostros amados, incluso el sabor del miedo reciente: todo arrancado de cuajo. Fui un recipiente vacío, una vasija rota que todavía conservaba la forma del hombre que alguna vez contuvo, pero despojada de toda esencia.
Quedé sentado, jadeando, con la camisa adherida a mi espalda por un sudor frío que olía a miedo y confusión.
La ausencia duró apenas un parpadeo. Mis memorias regresaron de golpe inyectándose otra vez en mi cuerpo -Shara, el pueblo, el bosque- con la violencia y la rapidez de una marea rompiendo diques.