"ECOS DE SANGRE SECA"
27 de septiembre de 1632
Ya me había despedido de Shara. Mis ojos contemplaron su rostro por última vez antes de que la tierra reclamara su envoltura mortal. Permanecí convertido en estatua cuando la primera paletada de tierra resonó contra la madera del ataúd, ahogando para siempre la luz que emanaba. El sonido de la tierra golpeando la madera se me grabó en el alma con la contundencia de un latigazo, marcando el instante preciso en que el mundo se partió en dos: el antes con ella, y el después sin nada.
Ahí, en ese pedazo de suelo frío y recién removido, terminaba todo. No solo su vida, sino el eco de su risa, el fantasma de su calor en las mañanas y la memoria imborrable de como sus dedos encontraban los míos incluso en la oscuridad.
Los días siguientes se desplegaron como una sucesión agónica de horas vacías. Su ausencia no era un simple hueco, sino una presencia activa, un parásito voraz que devoraba cualquier atisbo de fuerza vital que osara persistir en mi ser.
Hasta el hambre, ese impulso tan básico y primordial, me abandonó. Cada bocado de comida era insípido sobre mi lengua, y cada trago de agua quemaba como el licor más barato, un castigo por atreverme a ingerir algo que no fuera mi propio dolor.
La casa que compartimos se había transformado en un cadáver más, una cáscara vacía que conservaba la forma de una vida ya extinta.
Sus paredes, antaño vivas con el murmullo de sus canciones y el eco de sus pasos ligeros, transpiraban ahora un silencio espeso y opresivo que se adhería a la piel como una telaraña húmeda. Cada objeto, desde la silla donde se sentaba, hasta la taza que alguna vez besaron sus labios, se erigían como un monumento a su ausencia. Todo se había vuelto un museo de recuerdos agonizantes, donde cada habitación era una herida abierta y cada rincón un testigo mudo de todo lo que había sido arrancado de mi vida.
Ni siquiera la cama —ese santuario de descanso y intimidad— ofrecía consuelo alguno. Se había convertido en un mar de sábanas frías, donde su almohada aún guardaba el molde perfecto de su cabeza, el cual albergaba un tenue rastro de su esencia, ese aroma a hierbas silvestres que era únicamente suyo. Olor que con el tiempo se desvanecía, y con certeza sabía que me abandonaría también.
Las noches se extendían en eternidades de insomnio punzante, cada hora un suplicio consciente en el reloj del dolor. Dormir me parecía la más vil de las traiciones, un acto de deslealtad hacia su memoria que me negaba a cometer. Prefería la vigilia dolorosa al breve olvido que el sueño pudiera ofrecer.
Desde la cama, con los ojos abrasados por la falta de descanso, miraba inevitablemente aquella mancha de sangre que persistía en el suelo. Ya no conservaba el rojo violento y vital de aquella noche, sino que se había transformado en una costra oscura, casi negra, que se fundía con las vetas de la madera.
Algo profundamente arraigado en mi ser se aferraba a no limpiarla. Se había convertido en mi último altar a su vida, la prueba tangible de que todo había sucedido realmente y no era solo la pesadilla eterna en la que me debatía.
Los recuerdos también me acechaban sin piedad, emboscadas repentinas que irrumpían en mi presente desgarrado. Se amontonaban unos sobre otros, con imágenes que llegaban con una velocidad atroz:
Fue en aquella primavera cuando la vi sentada en el suelo, acurrucada sobre sí misma junto al fuego. Sobre su regazo yacían aquellos zapatitos de bebé de lana —tan pequeños, tan absurdamente frágiles— como reliquias de un sueño inconcluso.
La luz de las llamas doraba su perfil mientras contemplaba las brasas con una tristeza tan absoluta, tan primordial, que parecía estar consumiéndole el alma desde dentro, hasta dejar sólo cenizas de lo que pudo ser y nunca sería.
—¿Crees que alguna vez...? —su voz se quebró en el aire, un hilo de sonido tan frágil que sentí el corazón de ambos hacerse añicos en mi pecho.
En ese titubeo, en esa pequeña frase incompleta, resonaba toda la magnitud de su dolor, un universo de preguntas con esperanzas destrozadas y futuros negados.
Me arrodillé frente a ella, el peso de nuestra pena común aplastándome con la fuerza brutal de lo irreparable. No existían palabras en ningún lenguaje humano, ningún consuelo capaz de sanar una herida tan antigua y profunda.
Tomé sus manos —aquellas manos de dedos ágiles, capaces de crear belleza con un simple hilo y una aguja— y las envolví entre las mías, transmitiéndole un calor que su cuerpo y su espíritu parecían incapaces de retener.
—Pues claro que sí —le confirmé— es mi promesa. Yo cumpliré tu deseo.
Una promesa que quebranté. El único ruego que sus labios se atrevieron a confiarme... y fallé. Ahora cargaba con el peso abrumador de una deuda eterna, un préstamo de esperanza que mi corazón nunca podría redimir, dejando que su anhelo más puro se marchitara en mi pecho.
Las visitas de los vecinos tampoco faltaron. Eran breves formalidades, como aves que revolotean alrededor de un cadáver sin atreverse a posarse. Solo cumplían con el rito social, pero evitaban contaminarse con el dolor verdadero.
Al contrario de las de Morthy, el cura del pueblo. Comenzaron a ser casi diarias tras el funeral, persistentes, con una necesidad genuina que trascendía el deber pastoral. No venía por obligación, sino arrastrado por ese impulso que tienen los verdaderos pastores de buscar la oveja perdida incluso en los barrancos más lejanos.
La casa había adquirido ese estado de abandono palpable que reflejaba mi interior. Demacrado, con la barba crecida y la ropa desaliñada —que colgaba de mis huesos como de un perchero— recibía sus visitas, sin entusiasmo, casi sin reconocimiento.
Al otro lado de la puerta, su voz llegaba a mis oídos como un susurro que atravesaba la madera:
—Marcus —decía con esa cadencia que solo los años de consuelo ajenos pueden otorgar—. He esperado a que la tierra se asentara sobre ella... para no profanar tu dolor con prisas. Pero no podía dejarte solo en esta oscuridad.