Sangre Negra

CAPÍTULO IV "SED DE VENGANZA"

"SED DE VENGANZA"

4 de octubre de 1632

Las semanas transcurrían con velocidad cruel, cada día tan veloz como insufrible. El dolor, un huésped permanente en la cavidad de mi pecho, se negaba a ceder territorio. Pero en las profundidades de mi ser algo nuevo germinaba, una entidad oscura y amarga, un cáncer fulminante que hervía en mis entrañas... la ira, la venganza.
Pronto, los sueños de mi amada se vieron usurpados por este nuevo y abrasador deseo.
Una y otra noche, la visión se imprimía en mi mente con implacable precisión: la silueta de Bultars proyectándose sobre Shara, sus manos deformes —más garras que manos— cerrándose alrededor de su cuello en un abrazo mortal.
El despertar llegaba con un jadeo ahogado, la piel de mi garganta aún ardiente bajo la presión de mis propios dedos, como si mi cuerpo poseído ensayara el crimen que mi alma anhelaba. No era simple deseo, ni mera ira; era un hambre insaciable de venganza absoluta, un dolor que no se saciaba con lágrimas ni se apaciguaba con gritos.
Esos chillidos de éxtasis de Bultars, su sonrisa retorcida de placer... todo sería borrado del gran libro de la existencia, extinguido por estas mismas manos que fueron firmes para cazar bestias, pero que ahora sostenían un temblor asesino.
Pero ¿cómo hallar a una criatura que trasciende los límites de lo nombrable, que mi propia razón se resistía a admitir como parte de esta realidad?¿Acaso había sellado mi destino al proclamar aquella maldición: "Serás lo que quisiste matar"?
¿En qué grieta olvidada del mundo, en qué fisura de la realidad se ocultaba semejante abominación?
Y la pregunta más desesperanzadora de todas: ¿existiría acaso una forma de matarlo?
Eran demasiadas preguntas y ninguna respuesta. Cada interrogante nueva era una sombra más que apagaba mis esperanzas. Fue entonces cuando la lógica se abrió paso entre la espesa niebla de mi confusión con un pensamiento claro y cortante: «Si aquella entidad que me arrebató a Shara, no obedecía a las leyes de lo humano, solo existía un lugar donde el hombre ha documentado las cosas que están más allá de los límites de este mundo».
Ese lugar solo podía ser la iglesia. Allí estaba convencido de que encontraría mis respuestas. No era yo un hombre de fe; mis rezos se habían secado para siempre con la sangre de Shara el día que la perdí, pero si conocía bien los altos muros de piedra de aquel santuario. Sabía que entre sus paredes polvorientas se ocultaban pergaminos y tomos que hablaban de demonios con nombres olvidados, de horrores que acechan en los márgenes de lo desconocido, justo en el filo donde la luz del mundo se quiebra y da paso a la oscuridad.
Cada uno de mis pasos resonó en la solemne escalinata de mármol, anunciando mi llegada como un presagio. Avancé, adentrándome paso a paso en el útero sagrado de aquella arquitectura colosal, sintiendo que en mi pecho despertaba de nuevo ese familiar y punzante sentimiento de nostalgia agridulce.
La recordaba a ella ahí, arrodillada, susurrando plegarias por deseos sencillos, libres de toda avaricia. No pedía fortuna ni glorias, sino las cosas más simples y puras que el mundo puede ofrecer, entre ellas siempre la felicidad.
A lo lejos, en el altar mayor, distinguí la encorvada figura del padre Morthy sumido en sus letanías como en un trance milenario.
Mi intrusión en aquel recinto sacro debió de quebrar su recogimiento, pues alzó la vista y su voz, tan cálida como siempre, rompió el silencio que nos envolvía:

—Marcus —su voz fluyó como una breve caricia— es bueno verte por aquí.

—Buenas tardes, padre —respondí, desviando la mirada hacia los vitrales, incapaz de sostener lo que estaba a punto de revelar.

—Me alegra que hayas venido, hijo. Unámonos en oración por Shara —sugirió con dulzura mientras se ajustaba la sotana.

—No he venido a rezar —rectifiqué con la voz más áspera de lo que pretendía—. Solo vine a hablar con usted —hice una pausa, tragando saliva para aliviar la sequedad repentina de mi garganta— pero sí... es sobre ella —las palabras cayeron como piedras pesadas.

Una ceja del padre se arqueó, leve gesto cortés de sorpresa, pero fue la totalidad de su expresión lo que se quebró —como fina porcelana bajo presión— al escuchar las palabras que escaparon de mi boca.

—Su partida... no fue como todos creen —logré al fin expulsar las palabras que resonaron con un eco entre aquellas paredes.

Sus ojos, antes serenos, y llenos de paz sacerdotal, se transformaron de inmediato.

—Lo que contemplé esa noche —balbuceé— no puede ser real. Aún dudo de mi propia mente, pero...

Su reacción fue instantánea. Su mano urgente se cerró alrededor de mi brazo como un grillete, con una fuerza que no le creí capaz, guiándome sin miramientos hacia el banco de madera más cercano como si temiera que me derrumbase en el sagrado suelo.
Al sentarnos, la vieja madera crujió bajo el peso combinado de nuestros cuerpos. Fue ese pequeño sonido frágil el que me hizo bajar la mirada.Y allí lo vi: el leve pero inconfundible temblor de sus dedos ancianos sobre la manga de mi jubón.

—Fue algo... o alguien, padre —confesé, la voz quebrantada por las memorias de la escena—. Esos ojos rojos ardiendo como brasas en la oscuridad... una fuerza sobrenatural imposible... y la sangre... tanta sangre empapando el suelo...
—No sigas... —su voz cortó mis palabras—. Ya lo sabía.

El peso abrumador de su confesión me arrancó el aliento de los pulmones. Por un momento el mundo entero pareció desprenderse de su eje y detenerse por completo, suspendido en el silencio aplastante de aquella respuesta.

—¿Qué...? —mi voz no fue más que un hilo quebrado, estrangulado por el asombro—. ¿Cómo es posible que usted lo supiera?

—Las marcas en su cuello... —murmuró, y sus palabras se arrastraban lentamente— la palidez de su piel... —hizo una pausa—. Soy un hombre viejo Marcus, en mis ochenta y cuatro años he visto y he leído más de lo que la fe de cualquier hombre debería permitir.




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