"CORAZÓN DESTROZADO"
19 de octubre de 1632
El libro yacía abierto sobre la mesa, tan indescifrable como todos los otros días perdidos.
En su primera página, sedienta, las letras —trazadas con una sangre tan antigua que había perdido todo color humano— parecían absorber la luz de la vela. Entre ellas, se enredaban símbolos retorcidos, figuras y garabatos que formaban parte de un contenido indescifrable para mis ojos.
Había invertido una eternidad en su estudio, una fracción de tiempo que palidecía ante la antigüedad del propio volumen. Mis sentidos, afilados por una desesperación que rozaba la locura, habían cartografiado cada centímetro de su superficie blasfema.
Cada trazo de esa tinta negriroja se había grabado en mi memoria con extrema meticulosidad, casi a la par de los rasgos de mi amada. Mis yemas, resentidas por la fricción constante, habían recorrido la textura áspera y grotescamente irregular de la piel curtida que servía de página, memorizando así sus crestas y valles como un ciego lee una lápida.
Conocía cada mancha, no solo las de sangre, sino aquellas otras más oscuras y antiguas, que parecían exudar aún una humedad fría. Cada irregularidad, cada poro abultado, era un punto de referencia en el mapa de mi búsqueda.
La impotencia ante aquel enigma hacía que mis puños se cerraran inconscientemente, clavándome las uñas en las palmas de la mano, un acto reflejo de una frustración que trascendía lo meramente humano. De las pequeñas heridas brotaba una sangre oscura y espesa, trazando caminos pegajosos entre los surcos de mis manos. Cada gota de aquel sacrificio involuntario, al caer sobre las páginas, era absorbida de inmediato; era como si el grimorio se alimentara de mi rabia y mi desesperación.
Estos ojos se habían convertido en órbitas fatigadas y enrojecidas por ciclos innumerables de escrutinio, ardiendo en sus cuencas secas bajo una visión borrosa. El peso de los párpados ya no era un simple agotamiento, sino una losa de plomo que amenazaba con sepultar mi visión en una oscuridad que no prometía tregua. Eran descansos sin paz, breves y agitados intervalos donde las sombras de los símbolos indescifrables danzaban detrás de mis párpados cerrados, persiguiéndome incluso en el fugaz refugio del sueño.
Aquello que constituía el núcleo más sagrado de mi existencia: mi amada Shara, comenzó a empañarse bajo una niebla de olvido. Las vistas a su tumba, aquel rito de dolor y fidelidad, se fue espaciando en el tiempo, cada intervalo más largo que el anterior, hasta languidecer en un cesar casi total.
El camino que tanto había recorrido ahora yacía cubierto de hierbajos, como si la tierra misma quisiera ocultar el lugar donde descansaba lo que quedaba de mi mundo. Mi enfoque, mi existencia entera se había reducido a los misterios contenidos en aquel libro, una obsesión que me arrancaba de su lado, dejando su memoria sola en aquel lugar.
Pronto el grimorio no fue mi única compañía, una presencia nueva y abominable despertaba desde las profundidades de mi ser, comenzando a reformarme a su antojo.
Al principio, se manifestó a través de detalles sutiles y engañosos: percepciones que podía atribuir al cansancio extremo o a los estragos de la desesperación.
Estas anomalías empezaron a multiplicarse, adquiriendo una intensidad y una claridad imposibles de ignorar. Eran los primeros y grotescos brotes de una floración innatural, los ecos de una metamorfosis que no solo alteraba mi carne, sino que corrompía la mismísima esencia de lo que una vez llamé "yo".
Los sonidos fueron el primer indicio del cambio. Se amplificaban, logrando escuchar el crujido de un ratón bajo las tablas del piso, no era un leve rasguño, sonaba más bien como el estallido de un trueno. A tres casas de distancia, el latido del corazón del herrero Dester martillaba en mis tímpanos con persistencia; un sonido tan invasivo que me obligaba a apretar las palmas contra mis orejas, buscando en vano un silencio que había dejado de existir.
A todo esto, acompañaban unos susurros... voces que no venían de ningún lugar, murmurando palabras en una lengua que no entendía, pero que mi sangre reconocía y ansiaba escuchar.
La luz de las velas, antes tenue, me resultaba ahora dolorosamente brillante. Cada llama era una aguja de fuego que taladraba mis pupilas, obligándome a entornar los párpados en un gesto de perpetuo dolor contra su resplandor agresivo. En cambio, la oscuridad, bajo estos ojos nuevos, había cedido su manto impenetrable. Donde antes solo había una negrura uniforme, ahora se desplegaba un reino de sombras brillantes y reveladoras. Podía distinguir con una nitidez sobrenatural cada grieta en la madera, cada mota de polvo suspendida en el aire, incluso todas esas criaturas nocturnas que siempre estuvieron ahí y que mis antiguas pupilas nunca lograron ver.
Las simples compras en el mercado se vieron afectadas también por estos nuevos cambios. Todos esos aromas: el dulzor de las frutas, la grasa rancia de las carnes, el polvo asfixiante de las especias, se convirtió en un asalto químico que golpeaba sin piedad mi olfato ahora ultrasensible.
No existía escape, ni siquiera en la clausura de mi propia morada. El rancio hedor de mi propio sudor se mezclaba con la halitosis pútrida del moho que florecía en las paredes, y ese vapor a sangre cuajada, del carnicero pasando frente a mi casa, se filtraba por las rendijas revolviéndome las entrañas con violentas arcadas.
Los cambios se extendieron más allá del reino de los sentidos, infiltrándose en la mismísima arquitectura de mi carne. Mi piel comenzó a perder su tono vital, adoptando la palidez lúgubre del mármol. Era casi translúcida, donde mis venas se delineaban bajo su superficie en caminos azulados como ríos, como si un artista hubiera dibujado los afluentes de mi propia corrupción directamente sobre mi carne.
Y quizás lo más aterrador, era la lentitud funeraria con la que mi corazón latía en mi pecho. Su ritmo se había vuelto pesado y distante, un redoble amortiguado que llegaba desde un profundo subsuelo orgánico, como el eco de unos nudillos golpeando desde el interior de un ataúd. Cada pausa entre latido y latido se extendía en una eternidad de silencio, como una vida a punto de apagarse.
Lo sabía con certeza, esta metamorfosis, este despertar de sentidos, solo podía emanar de una fuente: el ritual profano que Bultars había perpetrado sobre mi cuerpo moribundo. Era la única explicación lógica, por más descabellada y monstruosa que sonara.
Pero ¿cómo podía admitir que aquella criatura había implantado una semilla de oscuridad en mi ser? ¿Cómo reconocer que su esencia circulaba por mis venas, envenenando cada célula, reescribiendo mi biología a su imagen y semejanza?
Negarlo era un ejercicio de estúpida arrogancia. Pero aceptarlo por completo, significaría rendirme a una verdad abismal. Esa verdad era un precipicio hacia el que aún no estaba preparado para arrojarme, la negación, era mi último y débil muro contra los cambios que estaba afrontando.
Cuando los pensamientos se convertían en un enjambre insoportable y los últimos destellos de ideas se desvanecían de mi mente, regresaba una y otra vez a la iglesia como un penitente buscando respuestas en un confesionario vacío.