Sangre Negra

CAPÍTULO VI "EL ESCRIBA"

"EL ESCRIBA"
25 de octubre de 1632

El último fracaso de mi búsqueda, en la iglesia, me había quebrado. Por primera vez, la idea de ahogar aquel fracaso en alcohol no solo me tentaba, sino que me parecía la única respuesta lógica, un consuelo áspero y corrosivo para un espíritu en ruinas.
Sobre la mesa, el libro yacía en una quietud vigilante. Su silencio no era ausencia, sino una presencia cargada de desprecio; un juicio mudo que palpaba cada uno de mis movimientos y saboreaba mi fracaso. Ya no podía soportarlo. Empujándome de la silla abandoné la cabaña
para hundirme en la noche que se cerraba sobre Thorok, encaminándome hacia el único refugio que me quedaba: la Taberna de Franson.
Esa noche, la taberna de Franson hervía con una muchedumbre inusual. El aire, espesado por el humo de pipas y el dulzón a vino, vibraba con el bullicio de pescadores, mercaderes y cazadores.
Pero en el preciso instante en que mi cuerpo cruzó el umbral, una ola de silencio se propagó desde la puerta, estrangulando las voces y risas parcialmente hasta convertirlas en susurros moribundos.
Algunos rostros se giraron abiertamente, sus pupilas clavándose en mí como puñales. Otros, con una estudiada negligencia, hundieron la mirada en el fondo de sus vasos, pero todos notaron el libro bajo mi brazo.
Me refugié en mi rincón habitual, el más oscuro y apartado, donde los dedos amarillentos de la luz de las velas se negaban a llegar. Allí, mi cuerpo exhausto se desplomó sobre la silla de madera.
Coloqué el libro a mi derecha, mientras el primer trago de licor se deslizaba por mi garganta, aunque no con el fuego familiar que anhelaba. El líquido apenas provocaba un cosquilleo en mi esófago, como si mis entrañas se hubieran forjado en algo imposible de penetrar.
Antes de que la perplejidad cediera, la botella entera había vaciado su contenido entre mis labios. No fue un acto de ebriedad, sino un experimento clínico en la autopsia de mi propia humanidad: efectivamente el fuego del alcohol no me afectaba, se extinguía al contacto con el cambio oscuro que ahora habita en mi cuerpo.
Franson se acercó, pero no con su andar firme de tabernero, sino con una vacilación que le hacía arrastrar los pies. La jarra que portaba temblaba en su mano, derramando lágrimas de líquido sobre sus nudillos, como si sus propias manos sudaran terror.
Al posar el tarro sobre la madera, lo hizo con precaución exagerada, asegurándose de que quedara a una distancia segura del libro. Su sonrisa habitual, siempre fácil y amplia, era ahora una máscara rígida y tensa por un esfuerzo visible.

—¿Más? —preguntó Franson al ver mi vaso vacío.

Asentí con la cabeza, no por sed etílica, sino por la necesidad de poner a prueba los nuevos límites de mi cuerpo.
La segunda botella bajó con la misma facilidad vacua que la primera. Pero en esta noté algo peor: el sabor del licor se había extinguido por completo, su esencia aniquilada, tan insípida como beber simple agua.

Franson se inclinó entonces, su cuerpo describiendo un arco de falsa confianza junto a su voz que decayó hasta un susurro que se arrastraba por el suelo, apenas audible bajo el crepitar lúgubre de las llamas.

—Llevas días sin venir —hizo una pausa incómoda, frotándose las manos una y otra vez contra el delantal manchado—. La gente habla, Marcus...

—¿Hablan? —pregunté, aunque la respuesta palpitaba en el aire mismo, una vibración cargada de silencios siniestros que se adhería a la piel como rocío venenoso.

Mi mirada, actuando por voluntad propia, se deslizó hacia la barra. Allí, el herrero Dester era una estatua de resentimiento y temor, posando sus ojos en mí desde la cima de su jarra.
Cerca de la chimenea, la viuda Rena se apresuró a clavar la vista en el suelo cuando nuestras miradas colisionaron, pero no con la suficiente celeridad, dejando notar su pánico en sus pupilas .

—Sobre Shara...—su mirada, esquiva y llena de pánico, se escapó hacia la puerta como si calculara una huida.

El vaso de Dester se detuvo en su trayectoria, congelado en el aire a medio camino de sus labios. Rena se encogió sobre sí misma, enterrando el rostro entre las manos como si intentara rezar o, quizás, simplemente desaparecer de esta realidad.

—Los cazadores veteranos... —una gota de sudor salada le recorrió la sien, para perderse después en las arrugas de su párpado— dicen que las marcas en su... en su cuello... —las palabras le salían a tirones, estranguladas por el miedo— no eran de lobo.

Franson palideció. Su rostro, casi blanco, se empapó de sudor completamente.

—¡Moretones! —Franson retrocedió tambaleándose, como si la propia verdad lo hubiera golpeado en el pecho—. ¡Con forma de manos! ¡Como si... alguien... la hubiera sujetado con fuerza...

Sus palabras cortaron el aire como una cuchillada. De pronto, todos los sonidos de la taberna murieron. Docenas de pupilas se clavaron en nosotros, y el aire se volvió irrespirable, cargado con el aliento contenido de cada alma presente.

Mis antiguos compañeros, aquellos con los que había compartido un centenar de cacerías, ahora me observaban con la misma mirada que se le dirige a un asesino.
Sus ojos no eran más que rendijas de desconfianza; sus cuerpos, inclinados en un ángulo instintivo de huida y sus manos, ocultando puños o buscando a tientas el filo de un cuchillo. Cada detalle los delataba. La farsa del lobo, tan cuidadosamente construida, se desmoronaba con la velocidad y el estrépito de un cristal al estrellarse contra el suelo.
Quizás yo mismo había labrado este abismo con mis propias manos. Mis prolongadas ausencias, mi reclusión en la soledad de mi cabaña, el muro de silencio que erigí en torno a todo lo relacionado con Shara... cada uno de esos actos había sido un ladrillo más en el muro que ahora me separaba de ellos. Yo inconscientemente había fertilizado el terreno donde ahora germinaban sus sospechas.




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