Sangre Negra

CAPÍTULO VII "LA QUEMA DE LO DIVINO"

"LA QUEMA DE LO DIVINO"
26 de octubre de 1632

La lluvia no cesaba en su asedio, azotando los vitrales con furia, como si legiones de criaturas oscuras suplicaran entrada. En el interior de la cabaña, sumido en un silencio cargado de frustración, solo tenía dos compañeros siniestros: el libro, cuyos símbolos seguían enloqueciendo mi inteligencia, y el tubo de cobre, frío e impenetrable.
Horas interminables había consumido girando el maldito cilindro, hasta que mis huellas dactilares quedaron grabadas en su superficie. Lo golpeé con una fuerza que ya no era del todo humana contra la mesa de roble; intenté desgarrarlo con estas uñas que se afilaban sin mi consentimiento. Pero nada. Ni una inscripción, ni una cerradura, ni el más mínimo rasguño que delatara su función.

—¡Maldita sea! —gruñí, frotándome los ojos, donde el cansancio se mezclaba con algo más, una ira que hervía en mis venas.

En ese momento de máxima tensión, presencié como la página derecha del libro se arqueaba levemente, como el lomo de un gato estirándose al sol. Contuve el aliento, sintiendo como mi corazón cesaba su latido. ¿Revelaría al fin sus secretos?
Mas fue solo una corriente de aire filtrándose por una rendija para engañar mis sentidos, ya de por sí al límite. Solo quedaba la sensación agónica de estar perdiendo un tiempo que no tenía.
Unos golpes leves en la puerta, tan suaves, que casi quedan silenciados por el lamento de la tormenta, llamaron mi atención.
Al descorrer el pesado cerrojo, la escena me detuvo. Vercin se apoyaba contra el marco, empapado y demacrado, con una expresión que no había visto ni en las noches más borrachas de la taberna. El agua goteaba de su barba canosa en un río constante, arrastrando consigo la suciedad acumulada en los surcos de su piel.
Rápidamente le abrí el paso, permitiéndole entrar en mi hogar. Las aguas que saturaban sus ropas comenzaron inmediatamente a extenderse por el suelo, formando pequeños charcos en la madera.

—Vengo a hacerte una petición —declaró con una voz ronca que el frío había tallado en sus cuerdas vocales.

Mi rostro se tornó de inmediato en una máscara de confusión. ¿Acaso no veía el estado en el que me encontraba? En todo Thorok, yo era sin duda, el menos indicado para hacer favores.

—Creo que no es un buen momento —respondí, y mis palabras sonaron más secas y ásperas de lo que pretendía.

Mi rechazo no logró detener la marea de sus siguientes palabras. Era evidente que venía impulsado por una misión, una determinación interna que mi negativa no había logrado quebrar.

—Ese libro —su voz se quebró en ese instante—perteneció a Zathiel. Mi amigo. El único que no me veía como el viejo borracho que soy.

La carga emocional que desprendía era tan palpable como el frío que traía consigo. Había sido el amigo que un hombre como él —roto y ahora despreciado por todos— nunca creyó merecer.

—Por favor, muchacho. No es más que un montón de hojas para ti. Pero para mí... son sus últimas palabra. ¿Podrías... dármelo?

—Es un objeto peligroso, Vercin —pronuncié con una calma deliberada—. No es un buen recuerdo.

—Es todo lo que me queda —insistió el viejo, y esta vez su voz adquirió un filo de desesperación que rayaba en la histeria.

Se acercó a la mesa con un andar más firme de lo que debería permitir su edad. Su mano se extendió hacia el grimorio, no con la reverencia de quien toca una reliquia, sino con la posesividad de un propietario que reclama lo suyo.

—Solo déjame verlo —murmuró, mientras sus dedos con increíble fluidez comenzaron a pasar páginas—. Solo un momento... para recordar...

En ese preciso instante, cuando el aire parecía contener su aliento, la puerta trasera se abrió de golpe, impulsada por una ráfaga de viento.
Vercin se sobresaltó, dejando caer su bastón por el sorpresivo impacto.

—¡Maldita vejez! —gruñó incorporándose al recoger su bastón, a la vez que abrigaba sus manos dentro de su ropa—. Perdona el alboroto muchacho. Solo... solo piensa en lo que te he pedido.

Acto seguido se desvaneció por esa misma puerta que lo vio entrar. Aunque su apariencia conservaba la decrepitud, su postura se había transformado: ahora se erguía con una firmeza espeluznante, con la dignidad repentina de un soldado que recuerda su juramento después de décadas de olvido.
Por cruel que sonara incluso en mi propia conciencia, no podía dárselo: aquel libro era mucho más que un mero recuerdo sentimental. Era una de las pocas pistas tangibles que tenía, una llave que quizás podría abrir las puertas que necesitaba atravesar.

—¿Era ese Vercin? —llegó la pregunta cargada de duda.

En la entrada de mi cabaña, como otra visita imprevista, se encontraba el padre Morthy. Su cara expectante aguardaba por una respuesta. Pero esta vez, la soledad que solían traer sus visitas, tenía otra presencia adicional.
Sus ojos abiertos iban de mí al charco de agua en el suelo—el testimonio mudo de la reciente visita—y de vuelta a mí, como si intentara unir las piezas de una historia.

—Sí —respondí sin rastro de ánimo, con una voz que era solo un eco gastado.

Aferrada a su brazo, oculta tras su espalda como si la sotana del padre fuera un escudo, se encontraba Rena.
Su presencia aquí en mi puerta, en una noche así, lo decía todo: el pueblo parece que no solo susurraba rumores ¿Ahora también me vigilaban?

—Vaya prisa llevaba —añadió Morthy, sus ojos siguiendo la dirección por donde había desaparecido Vercin—. Aunque es normal, afuera parece que está cayendo el mismísimo diluvio.

Yo, en cambio, no apartaba mi atención sobre Rena. Arqueaba el cuello, tratando de captar todo su rostro que se negaba obstinadamente a enfrentar el mío.

—Marcus... —la voz de Rena fue un susurro quebrado—. En la taberna... escuché... que planeas ir a Nublas.

Al pronunciar el nombre maldito, dio un paso vacilante hacia adelante, desprendiéndose por fin del refugio que le ofrecía la espalda de Morthy. Su cuerpo, sin embargo, permanecía tenso, listo para retroceder al primer gesto brusco por mi parte.




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