Sangre Negra

CAPÍTULO VIII "CAMINO A NUBLAS"

"CAMINO A NUBLAS"
27 de octubre de 1632

La bruma se aferraba a la costa con la tenacidad de un moribundo a su último aliento. En la lejanía, la silueta del faro de Nublas —un testigo mudo de historias que nadie prefería recordar— se alzaba, apagado y carcomido por el musgo, como un fósil perdido en el tiempo.
A los lados del camino los árboles se retorcían como columnas vertebrales, inclinándose sobre el sendero como espectros acusadores; sus raíces, desnudas y ennegrecidas, se enroscaban en el fango como dedos suplicantes que anhelaban compañía.
Finalmente, tras una travesía que había erosionado mi espíritu tanto como mis botas, llegué al corazón del pueblo. Vastas ruinas se alzaban ante mi vista, un paisaje de desolación donde el viento aullaba entre los escombros arrastrando susurros de un pasado condenado. Todo el lugar estaba envuelto en una niebla pútrida, una exhalación venida de las mismas entrañas de la tierra; tan espesa, que al rozarla sentía un entumecimiento reptar desde la yema de mis dedos hasta lo más profundo de los huesos.
Avancé entre casas derruidas, con las puertas arrancadas de cuajo, donde las maderas podridas supuraban una savia negruzca que me resultaba algo familiar. Era el mismo fluido viscoso que había visto manar de los arroyos cercanos a Thorok, como si una misma corrupción uniera ambos lugares a través de los invisibles y retorcidos hilos del destino.
El sendero que se dirigía al manicomio se abría como un herida en la tierra, devorado por una maleza avariciosa y cruces torcidas que marcaban tumbas sin nombre. Frente a mí, el monstruo de piedra negra se alzaba con una espeluznante impasibilidad; sus ventanas rotas eran lo más parecido a ojos vacíos, que parecían no solo observar, sino evaluar con paciencia mi visita.
La puerta principal media derrumbada gimió con mi empuje, como si la madera misma retuviera un eco de dolor. Tras ella, se reveló una oscuridad casi absoluta, solo quebrada por unos pocos y polvorientos rayos de sol que se filtraban a través de los huecos del techo.
El hedor del interior me golpeó con la fuerza contundente de un puño en el estómago, una mezcla de moho, orina seca y algo más que mi mente se negó a identificar. Un terrible asalto fétido que prometía secretos que sería mejor no desenterrar.
Las paredes exhibían una cartografía que era el espejo macabro del libro. No eran meros garabatos, sino los mismos símbolos meticulosamente tallados a cuchillo y pintados con sangre seca. Formaban patrones serpentinos que se repetían en una letanía hipnótica, tejiendo un lenguaje de pesadilla que parecía respirar con la propia piedra.
Mi mirada, ávida de respuestas, fue cruelmente castigada al posarse en aquellas marcas. Una quemazón corrosiva me taladró las cuencas oculares, y con cada paso que me acercaba, una profunda debilidad se apoderaba de mí; mis piernas comenzaron a flaquear, negándose a soportar el peso de mi cuerpo. Mi fuerza vital me abandonaba, drenada por esos símbolos que demostraban ser mucho más que solo dibujos.
Retrocedí con la vista anclada en las grietas del suelo, trazando una ruta evasiva que eludiera su influencia en mí. Cada paso que daba era una rendición, una clara derrota ante ese poder que todavía no entendía del todo.
Pronto los rumores sobre el director del manicomio surgieron de mi memoria. Lo tachaban de loco, pero hubo un tiempo en que su cordura era incuestionable. Aquella cordura tenía que haber dejado un rastro. Debía de existir un registro o documentos de los pacientes que aquí se trataron.
Seguí mi camino a través de un páramo de escombros, cada pisada marcada por el crujido de los cristales que alguna vez pertenecieron a frascos de medicamentos. Muebles descuartizados, adornos hechos añicos, no eran ahora más que basura alfombrando el suelo. Nada había quedado en pie, solo esta ruina que se extendía ante mí.
Mis nuevos ojos, capaces de desgarrar la penumbra, barrieron la estancia hasta posarse en una puerta casi reducida a astillas. Entre los fragmentos de madera, como un recuerdo olvidado, un letrero se aferraba con tenacidad: "Aldur - Director Principal".
Por dentro la oficina de Aldur era un desastre, un desastre para un lugar que alguna vez había conocido el orden. El escritorio, una isla sepultada bajo capas de polvo y montañas de papeles desordenados, parecía haber sido atacado por una bestia desquiciada: sus patas exhibían mordeduras profundas, y la madera estaba surcada por arañazos largos y frenéticos.
En las paredes colgaban los retratos de sus mejores pacientes, aquellos con récords de días sin incidentes. La escena proclamaba a gritos la devoción de Aldur por su trabajo, o quizás, solo era el decorado de una fachada meticulosa. La verdad debería estar en los registros que había venido a buscar.
Avanzar por la oficina se volvió una agonía; los símbolos emanaban una fuerza repulsiva que me hacia imposible caminar.
En un rincón, no muy alejado de mi, vislumbré mi salvación: una cubeta oxidada, cuyo contenido de pintura gris, ahora espesa y cuarteada, se ofrecía como un escudo primitivo.
Sin vacilar, hundí la mano en el líquido viscoso y frío, comenzando a manchar las paredes, a cegar aquellas marcas. Con cada embadurnamiento, la presión sobre mi pecho cedía, abriéndome un camino hacia el centro de la habitación.
Una vez en el centro, analicé con meticulosa paciencia el escritorio, pero sus cajones solo albergaban montañas de papeles que detallaban interminables gestiones de medicamentos y envíos de ropa para los internos.
Mi búsqueda me condujo hasta un archivo metálico, cuyos cajones se exhibía abiertos de par en par. En su interior yacía el espectro documental del manicomio: actas de nacimiento, registros de internos, nóminas del personal, informes médicos y tratamientos aplicados. Un océano de papel donde cada nombre era una tragedia archivada. La magnitud era abrumadora; encontrar los documentos de Zathiel en aquel laberinto de desdicha me consumiría meses.
Miré hacia los lados con la fantasía de que alguien entrara por esa puerta y me ayudara. Fue en ese barrido desesperado cuando un retrato capturó mi atención.
La pintura mostraba a Aldur erguido frente al faro de Nublas, pero no en su estado ruinoso actual, sino radiante, con su luz amarilla tiñendo las olas de dorado. Sin embargo, lo que detuvo mi aliento fue el colgante que lucía en el pecho: un medallón que mostraba con inquietante claridad las mismas dos letras que tenía grabadas a fuego en la memoria: Z.T.
¿Por qué Aldur también las poseía? ¿Era acaso otro loco más que compartía las creencias de Zathiel?
La conexión entre Aldur y Zathiel era innegable, una verdad que ahora sostenía en mis manos con el peso del marco. Mis dedos exploraron su superficie, hasta encontrar en el reverso del lienzo una leve protuberancia. Sin vacilar, hundí las uñas en la tela y la desgarré. De las entrañas del cuadro emergió un libro de cubierta negra y herrajes dorados.
Mis dedos resbalaron sobre la cubierta del pequeño pero denso volumen; al abrirlo, un vaho a tiempo condensado y descomposición se elevó como un fantasma. Allí, en la primera página, una inscripción se reveló "Diario - Aldur Trufdor - 16 de octubre de 1550"
Su nombre y su fecha de nacimiento me recibieron desde la página, como un saludo a un lector convertido en intruso.
Esto que sostenía entre mis manos no era un simple diario, sino una reliquia de ochenta y dos años, cuyos escritos del pasado podían alterar el presente. Este era el santuario donde los hombres desnudan su alma, el único ámbito donde la mentira no encuentra tinta con qué escribirse.
No hojeé más de la primera hoja, pues junto a él yacía un expediente que capturó de inmediato toda mi atención. Llevaba el nombre de Zathiel Tox estampado con un sello que declaraba "Caso Prioritario". Dos preguntas punzantes surgieron en mi mente: ¿Por qué este en particular había sido oculto lejos del resto de los otros expedientes? ¿Qué temía Aldur que vieran los demás que justificaba este celo por esconderlo?
Ahogado en el torrente de interrogantes me abalancé hacia el expediente, dispuesto a devorar cada palabra que pudiera acercarme a la verdad.
La primera hoja era la ficha de ingreso al manicomio de Zathiel. La tinta se había corrido en algunos lugares, pero podía leerse claramente:




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