CAPITULO III: Rompiendo acuerdos
La mansión Grigoriev se alzaba en la colina como una reliquia de otro siglo, sus torres góticas recortadas contra el cielo nocturno. Luz aterrizó en el balcón del ala este, sus alas de sombra disolviéndose mientras sus pies tocaban la piedra fría. La hielera negra colgaba de su mano, más ligera ahora, conteniendo solo tres bolsas de sangre, ya que una bolsa se había consumido durante la plática con Elías.
Apenas cruzó el umbral cuando lo sintió—esa presencia antigua y aplastante que hacía que el aire mismo se volviera denso. Grigoriy estaba despierto. Y hambriento.
"Luz." La voz del Conde resonó en su mente, un susurro que era más una orden que una invitación. "Ven a mi estudio. Ahora."
Luz cerró los ojos, conteniendo un suspiro. Sabía que este momento llegaría. Ajustó el agarre de la hielera y atravesó los pasillos oscuros de la mansión, pasando junto a tapices que mostraban escenas de caza nocturna y retratos de nobles muertos hacía siglos. Las lámparas de gas parpadeaban a su paso, como si incluso la luz tuviera miedo de permanecer estable en presencia del antiguo poder que permeaba estas paredes.
La puerta del estudio estaba entreabierta.
Luz entró sin tocar.
Grigoriy Domenic estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a ella, sus manos entrelazadas detrás de su espalda. Vestía un traje oscuro impecablemente cortado, su cabello negro peinado hacia atrás revelando rasgos aristocráticos que no habían cambiado en tres siglos. Pero Luz podía ver la tensión en sus hombros, la rigidez antinatural en su postura.
Tenía hambre. Mucha hambre.
—¿Cuántas traes? —preguntó el Conde sin volverse, su voz suave pero cargada de algo peligroso.
Luz dejó la hielera sobre el escritorio de caoba, el sonido amortiguado por las alfombras persas.
—Tres bolsas —respondió con calma.
Grigoriy se volvió lentamente. Sus ojos, normalmente de un gris acero controlado, brillaban con un tinte rojizo en las profundidades. El hambre de un vampiro de su edad era algo terrible de contemplar—no la necesidad frenética de un recién convertido, sino algo frío, calculado, infinitamente paciente y absolutamente implacable.
—¿Crees que con eso me llenaré? —Su tono era casi conversacional, pero Luz conocía esa actitud, siempre era lo mismo en sus 120 años de vida, era la misma letania.
Ella mantuvo su postura erguida, encontrando sus ojos sin retroceder.
—No me dijiste que querías, además no eres partidario de este tipo de alimento —contestó Luz, su voz firme pero no desafiante.
Un silencio pesado llenó el estudio. El reloj de pie en la esquina marcaba los segundos con una precisión mecánica que contrastaba con la inmovilidad absoluta de ambos vampiros.
Grigoriy se acercó al escritorio con pasos medidos, cada movimiento conteniendo una gracia depredadora que solo los siglos podían perfeccionar. Abrió la hielera y observó las bolsas de sangre como si fueran curiosidades de museo—interesantes, quizá útiles, pero definitivamente inadecuadas.
—Sangre muerta —murmuró, tomando una de las bolsas entre sus dedos largos—. Fría. Sin vida. Sin el calor del miedo, sin el sabor de la adrenalina... —Levantó la vista hacia Luz—. ¿Y crees que esto puede sustituir la esencia vital que fluye directamente de la vena?
Luz apretó la mandíbula.
—Recuerda y aunque no estuviste de acuerdo, me alimentaré asi.
—Es basura —replicó Grigoriy, aunque su mano se cerró con más fuerza alrededor de la bolsa—. Pero basura es mejor que nada, supongo.
Rasgó la esquina de la bolsa con un colmillo y bebió directamente, sus ojos cerrándose brevemente. Luz observó cómo su rostro se contraía en una mueca—no de placer, sino de resignación. Era como ver a un conocedor de vinos obligado a beber vinagre barato.
Cuando terminó, arrojó la bolsa vacía de vuelta a la hielera.
—¿Esto es todo lo que tu... contacto puede proporcionar?
Luz vaciló. El recuerdo de Elias sirviendo sangre en un vaso mientras él bebía jugo de uva, sentados en las escaleras como dos amigos compartiendo una bebida casual, le atravesó la mente con una calidez peligrosa.
—Es un banco de sangre, Grigoriy. No puede simplemente vaciar el inventario sin levantar sospechas. Tiene que ser gradual, discreto.
—Discreto —repitió el Conde, saboreando la palabra con ironía—. Qué conveniente. Qué... humano de tu parte.
Se acercó a ella, cerrando la distancia en dos zancadas. Luz sintió su presencia como un peso físico, el poder de siglos presionando contra su voluntad. Él era su creador, su sire, y esa conexión significaba que siempre tendría influencia sobre ella, por mucho que hubiera crecido su propio poder en un siglo.
—Hueles diferente —dijo Grigoriy de pronto, inclinando la cabeza ligeramente—. Hay algo... ¿Es él? ¿Estuviste con tu humano esta noche?
—Recogí la sangre. Cumplí mi parte del acuerdo.
—No respondiste mi pregunta.
Los ojos de Luz encontraron los suyos con firmeza.
—Hice lo necesario para mantener la fuente segura. Eso requiere cierto nivel de... interacción.
Una sonrisa lenta, casi divertida, curvó los labios del Conde.
—Interacción. Qué palabra tan cuidadosa. —Se apartó, regresando a la ventana—. Ten cuidado, Luz. Los humanos son frágiles. Y cuando empiezas a verlos como algo más que ganado o fuente de alimento... —hizo una pausa significativa—. Olvidas lo fácil que es romperlos.
—No lo olvidaré —respondió Luz en voz baja.
—Eso espero. Porque si este arreglo tuyo falla, si tu humano habla, si expone nuestra existencia... —Grigoriy se volvió a mirarla, y por un momento, Luz vio al depredador absoluto detrás de la fachada civilizada—. Tendré que limpiarlo. Y no seré gentil.
El aire entre ellos se electrificó con la amenaza implícita.
—Entiendo —dijo Luz.
—Bien. Trae más mañana. El doble si es posible. Este... refrigerio apenas apaciguó el borde del hambre. —Tomó las dos bolsas restantes de la hielera—. Y Luz... ese humano tuyo mejor que valga la pena este riesgo que estás tomando.
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Editado: 04.11.2025