Sangre Pactada

CAPITULO IV: LATIDOS DE ESPERANZA 

Luz se acostó cuando los primeros rayos del amanecer comenzaron a filtrarse entre las cortinas de terciopelo. Corre la absurda idea de que los vampiros duermen en ataúdes—un mito ridículo perpetuado por novelistas con imaginación excesiva. Ella tenía una cama perfectamente funcional, con sábanas de seda que habían conocido más de un siglo de noches solitarias.

Aunque los ataúdes eran ficción, otros mitos resultaban incómodamente reales: los rayos solares que quemaban su piel como ácido, el ajo que la repelía con su esencia vital, los símbolos sagrados que ardían al contacto. La humanidad había acertado en algunas cosas, al menos.

Pero esa mañana, mientras la luz del día amenazaba con reclamar el mundo exterior, Luz no podía encontrar el descanso que su cuerpo exigía.

Daba vueltas en su cama, las sábanas enredándose en sus piernas, su mente incapaz de aquietarse. Y siempre, siempre, sus pensamientos regresaban a él.

Elías.

Ese gesto simple—tan increíblemente simple—de llevarle un vaso de sangre mientras él bebía jugo de uva. Sentados en las escaleras como dos amigos compartiendo una bebida después de un largo día. La naturalidad con la que lo había hecho, sin repulsión, sin miedo, sin juicio.

Luz cerró los ojos, pero la imagen persistió: la sonrisa de Elías, la calidez en sus ojos oscuros, la forma en que sus dedos habían rozado los suyos al entregarle el vaso. Un contacto accidental que había enviado una corriente eléctrica por su brazo—no el ardor de lo sagrado, sino algo infinitamente más peligroso.

Algo cálido.

En ciento veinte años de existencia, nadie había hecho un gesto así por ella. Nadie.

Durante su vida humana en Bruselas, antes de la transformación, antes de la sangre y la noche eterna, nadie había mostrado ese tipo de consideración. Sus padres la habían mantenido encerrada—primero, decían, para su protección. Una joven soltera no podía andar sola por las calles sin arriesgarse a ser raptada, vendida, o peor.

Pero Luz había sabido, incluso entonces, que había otra razón. En aquella época, las mujeres eran posesiones valiosas que debían guardarse hasta que pudieran ser entregadas apropiadamente. Libertad era un concepto abstracto, algo que existía solo para los hombres.

Así que había vivido entre cuatro paredes, cuidando a su hermano pequeño Pieter, observando el mundo a través de ventanas con barrotes decorativos que pretendían ser por seguridad pero que funcionaban igual que una prisión.

Y después... después vino la transformación.

Los primeros años como vampira habían sido los más oscuros. Aprender a sobrellevar su nueva naturaleza, el hambre constante que la desgarraba por dentro, la soledad absoluta de ser un monstruo entre humanos y una novata entre inmortales. Grigoriy le había enseñado a sobrevivir, sí, pero sobrevivir no era lo mismo que vivir.

Había aprendido a cazar. A matar, cuando era necesario. A tomar lo que necesitaba de la humanidad mientras se distanciaba de ella con cada década que pasaba, aprendió a su modo a no hacerlo y mejor sacrifico cerdos de las rancherias, cambiaba de lugar para no levantar sospechas.

Había aprendido la soledad como un segundo idioma.

Y en todo ese tiempo—ciento veinte años de noches interminables—nadie había hecho algo por ella simplemente porque sí. Sin esperar nada a cambio. Sin obligación. Sin miedo.

Hasta que llegó Elías.

Un humano que debería haber temido, tenía todo el derecho de verla como la depredadora que era, había tomado un vaso de su propia cocina y lo había llenado con sangre—su sustento, su vida—y se lo había ofrecido con la misma naturalidad con que ofrecería café a un invitado.

El recuerdo hizo que algo se removiera en su pecho. Algo que había estado dormido tanto tiempo que había olvidado que existía.

Cuidado.

La voz de Grigoriy resonó en su memoria: "Los humanos son frágiles. Cuando empiezas a verlos como algo más que ganado... olvidas lo fácil que es romperlos."

Luz abrió los ojos, mirando el dosel de su cama donde las sombras danzaban con los últimos momentos de la noche. Su corazón—ese órgano muerto que aún latía por costumbre más que por necesidad—dio un vuelco extraño en su pecho.

Esto era peligroso. Lo sabía. Cada instinto de supervivencia que había desarrollado en un siglo le gritaba que mantuviera la distancia, que viera a Elías como lo que era: un medio para un fin. Un proveedor. Nada más.

Pero entonces recordaba su risa cuando ella había comentado sobre el gimnasio. La forma en que había tocado su mano en las escaleras—sin vacilación, sin asco. Como si su piel pálida y fría fuera digna de calidez humana.

Como si ella fuera digna.

Luz se incorporó en la cama, abrazando sus rodillas contra su pecho. La posición era absurdamente humana, una pose que había adoptado como niña cuando el mundo se sentía demasiado grande y aterrador.

Algunas cosas, al parecer, ni siquiera la inmortalidad podía borrar.

Tendría que ir por la tarde a pedir más sangre. Era su prioridad. Quedar bien con Grigoriy, su benefactor y creador, mantenerlo satisfecho el tiempo suficiente para que no decidiera resolver el problema del hambre de maneras más... permanentes.

Y quedar bien con Elías, su proveedor, asegurarse de que continuara arriesgándose por ella.

Por el pacto, se recordó firmemente. Solo por el pacto.

Pero incluso mientras ese pensamiento tomaba forma, sabía que era mentira.

Quería volver a verlo. No por las bolsas de sangre. No por su utilidad.

Quería ver su sonrisa nuevamente. Escuchar su voz. Sentir ese momento imposible donde la distancia entre monstruo y humano se disolvía en algo que se parecía peligrosamente a la conexión.

Afuera, el sol había reclamado completamente el cielo. Luz sintió el peso del día presionando contra ella—no física, sino instintivamente. Su cuerpo exigía descanso, las horas de luz eran para dormir, para esconderse, para ser menos de lo que era en la oscuridad.




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