Sangre Pactada

CAPITULO V: AMENAZA EN LA OSCURIDAD

Capitulo V: Amenaza en la oscuridad

La noche era joven cuando Viktor Konstantin encontró el cuerpo.

Había estado patrullando el territorio neutral—esa franja de tierra entre dominios que, según el Pacto de las Tres Lunas firmado hacía cincuenta años, no pertenecía a ningún clan. Era tierra de nadie. Zona de caza compartida donde cualquier vampiro podía alimentarse, siempre y cuando fuera discreto, limpio, y no dejara evidencia.

Viktor era el rastreador principal del Clan Konstantin, una posición que había ocupado durante casi dos siglos. Sus sentidos eran legendarios incluso entre los de su especie—podía detectar una gota de sangre vampírica a kilómetros de distancia, seguir un rastro de días de antigüedad, distinguir entre linajes por el sabor del aire.

Y en este momento, cada uno de esos sentidos afinados le gritaba que algo estaba mal.

El callejón apestaba a muerte. No la muerte ordinaria—eso era tan común en las ciudades que apenas registraba. No, esto era diferente. Esto olía a caza vampírica. Al vaciado completo. Al tipo de alimentación descuidada y voraz que el Pacto específicamente prohibía en territorio neutral.

Viktor se arrodilló junto al cadáver del vagabundo, el crujido de sus botas rompiendo el silencio húmedo del callejón. El cuerpo yacía rígido, abandonado entre bolsas de basura y charcos de lluvia vieja. Doce horas, calculó al observar la piel grisácea, los ojos abiertos como vitrinas rotas, fijos en algún punto que ya no importaba. Las marcas en el cuello—dos perforaciones limpias, simétricas, sin desgarros ni sangre derramada—hablaban de técnica. No era obra de un novato. “Vampiro experimentado”, murmuró para sí, pasando los dedos sobre la herida con la delicadeza de quien lee una firma. Alguien con siglos de práctica.

Pero lo que realmente captó su atención fue la esencia.

Cada vampiro dejaba una firma energética en sus víctimas, especialmente en un drenaje completo. Era un olor fuerte y profundo, más primordial. Viktor cerró los ojos e inhaló lentamente, permitiendo que la esencia impregnara sus sentidos.

Antiguo. Muy antiguo. Poder denso y oscuro que hablaba de siglos acumulados.

Y familiar.

Los ojos de Viktor se abrieron abruptamente, brillando con un rojo intenso en la oscuridad del callejón.

Grigoriy.

El nombre resonó en su mente como una campana de guerra.

Grigoriy Domenic, líder del Clan Grigoriev, había cazado en territorio neutral y había dejado un cadáver expuesto. Una violación directa del Pacto. Una provocación.

O un error nacido de la desesperación.

Viktor se puso de pie con movimientos fluidos, sacando su teléfon. Marcó un número que solo tres personas en el mundo tenían.

Dos tonos. Tres.

—Habla.

La voz al otro lado de la línea era femenina, fría como el hielo, cargada con autoridad absoluta. Ekaterina Konstantin, líder del clan, Baronesa de la Noche, y una de las vampiras más antiguas y peligrosas de Norteamérica.

—Mi señora —dijo Viktor con respeto—. Tenemos un problema. Territorio neutral, sector siete. Un cadáver. Drenado completamente.

Un silencio. Luego: —¿Quién?

—La esencia es inconfundible. Grigoriy Domenic.

El silencio que siguió era del tipo que precedía a las tormentas. Viktor casi podía sentir la furia contenida de su señora a través de la línea.

—¿Estás seguro?

—Completamente. Tiene su firma por todas partes. Antiguo, poderoso, imprudente. O está desesperado, o nos está probando.

—O ambas cosas. —Ekaterina exhaló lentamente—. Limpia la escena. Quema el cuerpo. No dejes rastros para los humanos. Luego convoca al Consejo. Es hora de recordarle a Grigoriy Domenic por qué firmamos el Pacto en primer lugar.

—¿Reunión formal?

—Reunión formal. Esta noche. Medianoche. El lugar de siempre. —Una pausa—. Y Viktor... trae testigos. Si vamos a acusar a un líder de clan de violar el Pacto, necesitamos evidencia irrefutable.

—Entendido, mi señora.

La línea se cortó.

Viktor miró el cadáver una última vez. Pobre desgraciado. Probablemente nunca supo qué lo golpeó. Nunca supo que su muerte en este callejón miserable sería la chispa que podría encender una guerra entre clanes.

Extendió su mano y un fuego azul—frío, sobrenatural, que consumía sin calor—brotó de sus dedos. Lo dejó caer sobre el cuerpo y observó cómo las llamas lo devoraban en segundos, reduciéndolo a cenizas que se dispersaron con el viento nocturno.

Sin cuerpo, sin crimen. Al menos para los humanos.

Pero para los vampiros... para el Consejo...

Esto era una declaración de guerra.

Tres horas después en la Mansión Konstantin, la sala del Consejo era una cámara subterránea bajo la mansión, excavada en roca viva y reforzada con símbolos antiguos que suprimían el poder vampírico dentro de sus paredes. Era neutral por diseño—aquí, la fuerza bruta no importaba. Solo importaban las palabras leyes, y el Pacto.

Tres tronos de piedra dominaban la cámara, dispuestos en semicírculo. Cada uno representaba uno de los tres clanes principales que controlaban la región.

En el trono de la izquierda, tallado con símbolos de la antigua Rusia, se sentaba Ekaterina Konstantin. Aparentaba treinta años, con cabello rubio platinado recogido en un moño severo, ojos azul hielo que habían visto caer imperios, y una presencia que llenaba la habitación como escarcha. Vestía un traje negro impecable, sin una arruga, sin un cabello fuera de lugar. Control absoluto.

En el trono de la derecha, decorado con motivos celtas entrelazados, se sentaba Brennan O'Sullivan. El vampiro irlandés lucía más joven—veinticinco a lo sumo—con cabello pelirrojo salvaje, ojos verdes brillantes, y una sonrisa perpetua que no llegaba a sus ojos. Era el más "joven" de los líderes con solo ciento cincuenta años, vestia un saco rojo, y un pantalon negro y mocasines del mismo color, su figura era imponente. Con solo una mirda doblegaba a quien se le cruce. Su clan controlaba puerto y las rutas de comercio. Tenia mucha influencia.




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