Sangre Pactada

CAPITULO VII: EL CLAN REUNIDO

CAPITULO VII: El clan reunido

Luz aterrizó en el balcón este de la mansión Grigoriev con más fuerza de la necesaria, sus pies golpeando la piedra con un sonido sordo que resonó en la noche silenciosa. Sus alas de sombra se disolvieron mientras cruzaba el umbral, su forma humana retornando completamente antes de que sus pies tocaran el suelo del pasillo interior.

Podía sentir la tensión en el aire—espesa, sofocante. Todo el clan había sido convocado y estaban en el sótano, esperando por Luz.

Sus pasos resonaron en los pasillos mientras corría hacia las escaleras que descendían al sótano. Normalmente caminaba con la gracia medida que había perfeccionado en un siglo, pero esta noche no había tiempo para pretensiones. El mensaje de Grigoriy había sido claro: Inmediatamente. Sin excusas.

Las escaleras de piedra descendían en espiral, cada peldaño desgastado por siglos de uso, sus paredes estaban desnudas excepto por antorchas que encendían mágicamente a su paso—fuego sin calor, luz sin humo, otro de los muchos encantos antiguos que protegían la mansión.

Llegó al final de las escaleras y se detuvo frente a las puertas dobles de roble macizo, cada una tallada con el escudo de armas del Clan Grigoriev: un águila bicéfala sosteniendo una espada ensangrentada en una garra y una rosa marchita en la otra. Símbolos de poder y belleza muerta.

Luz respiró profundamente—un hábito humano innecesario pero reconfortante—y empujó las puertas.

La cámara del consejo del clan se extendía ante ella como una catedral subterránea. El techo abovedado se perdía en las sombras a seis metros de altura, sostenido por columnas de mármol negro que parecían absorber la luz en lugar de reflejarla. El piso era de piedra pulida, tan lisa que reflejaba como un espejo oscuro. Sin ventanas—por supuesto que no. Este lugar había sido diseñado específicamente para reuniones que podían extenderse hasta el amanecer. Aquí, bajo tierra, los rayos del sol no podían alcanzarlos.

Aquí estaban seguros.

O al menos, tan seguros como podían estar.

Once pares de ojos se volvieron hacia ella cuando entró. Once vampiros de diversas edades, poderes y lealtades, todos unidos bajo el liderazgo de un solo hombre.

Grigoriy Domenic estaba de pie al frente de la cámara, frente a una mesa larga de ébano donde normalmente se sentaba el consejo interno del clan. Su presencia llenaba el espacio como siempre—antigua, poderosa, absolutamente controlada. Pero Luz, que lo conocía desde hacía un siglo, podía ver las pequeñas grietas en esa fachada. La tensión en sus hombros. El brillo más intenso en sus ojos grises. La forma en que sus manos se apretaban detrás de su espalda.

Estaba furioso. Y preocupado.

Una combinación peligrosa.

A su derecha e izquierda estaban sus dos tenientes, convertidos hace doscientos sesenta años y aún luciendo como hombres en la flor de sus treinta y dos años mortales.

Nikolai estaba a la derecha de Grigoriy—alto, de hombros anchos, con cabello rubio casi blanco peinado hacia atrás y ojos azul hielo que parecían evaluar y calcular constantemente. Había sido un oficial militar en la Rusia Imperial antes de su conversión, y esa mentalidad táctica nunca lo había abandonado. Vestía un traje gris oscuro impecable, sus manos cruzadas frente a él con precisión militar. Era el estratega del clan, el que planificaba, el que anticipaba problemas antes de que se materializaran.

Dmitri estaba a la izquierda—más bajo que Nikolai pero igualmente imponente, con cabello negro azabache y ojos oscuros que brillaban con una intensidad casi febril. Había sido un aristócrata decadente en vida, obsesionado con el arte, la música y los placeres carnales. En la no-muerte, esas obsesiones se habían profundizado hasta convertirse en algo más oscuro. Era el diplomático del clan, el que negociaba, el que sabía exactamente qué palabras usar para conseguir lo que Grigoriy necesitaba. Vestía completamente de negro—camisa de seda, pantalones ajustados, botas hasta la rodilla—como si estuviera perpetuamente de luto por su humanidad perdida.

Juntos, Nikolai y Dmitri eran el brazo derecho de Grigoriy. Su espada y su escudo. Los únicos en el clan además de Luz en quienes confiaba completamente.

Los otros nueve vampiros estaban dispersos por la cámara en pequeños grupos, observando con diversos grados de preocupación y curiosidad.

Estaba Katerina, una vampira de sesenta años convertida en la década de 1860, que manejaba las inversiones financieras del clan—bienes raíces, acciones, criptomonedas; de aspecto de una joven de veinticinco años, cabello castaño corto y lentes de marco negro que no necesitaba, pero usaba por estética. Era brillante con los números, fría con las personas.

Alexei y Yuri, hermanos convertidos juntos hace ciento ochenta años, se encargaban del comercio físico—importación, exportación, conexiones con el mundo criminal humano cuando era necesario. Ambos lucían como hombres eslavos en sus treinta, musculosos, con tatuajes que databan de su vida humana en la mafia rusa. Eran brutales cuando se requería, pero leales.

Irina, convertida hace ciento ochenta y cinco años, manejaba las relaciones públicas del clan—la fachada humana que mantenían ante el mundo mortal. Era dueña (al menos en papel) de tres galerías de arte, dos restaurantes de alta cocina, y un club nocturno exclusivo. Hermosa de una manera clásica, con cabello rojo oscuro y ojos verdes, sabía cómo moverse en círculos humanos sin levantar sospechas.

Sergei, el más viejo del grupo después de los tenientes—dos ciento quince años—era el historiador del clan, el guardián de conocimiento y rituales antiguos. Parecía un hombre de cuarenta años con barba entrecana y ojos que habían visto demasiado. Raramente hablaba a menos que se le preguntara directamente.

Natasha y Olga, convertidas hace ciento setenta y cinco años, gemelas idénticas que se encargaban de la seguridad física de la mansión y los territorios del clan. Ambas habían sido agentes de inteligencia en vida, y esas habilidades se habían perfeccionado con poderes sobrenaturales. Siempre vestían de manera idéntica—esta noche, trajes negros ajustados—y casi nunca se separaban.




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