Elías subió las escaleras hacia su departamento en un estado de shock aturdido. Su mente giraba con todo lo que el Padre Sebastián le había revelado.
Custodio. Heredero. Simbiosis. Equilibrio. Destino.
En todo esto venia cavilando; cuando abrió la puerta de su departamento, casi esperaba encontrarlo vacío como siempre. Pero no lo estaba.
Luz estaba parada junto a la ventana, mirando hacia la iglesia del frente, su silueta enmarcada por la luz tenue de las farolas. Se volvió cuando él entró, y algo en su expresión hizo que el aliento se detuviera en su garganta.
Había estado llorando. Esas lágrimas imposibles dejaban rastros brillantes en sus mejillas pálidas.
—¿Cómo entraste? —preguntó Elías automáticamente, recordando las protecciones de sangre y ajo que había pintado semanas atrás.
—Las quité —respondió Luz en voz baja—. Lavé los marcos. Necesitaba... necesitaba verte. Necesitaba estar aquí.
Elías cerró la puerta detrás de él, dejando caer su mochila. Cruzó la distancia entre ellos en tres pasos largos y la envolvió en sus brazos. Ella se derritió contra él, su cuerpo frío presionando contra su calor.
—Viktor le contó a Dmitri —susurró contra su pecho—. Sobre nosotros. Sobre lo que somos el uno para el otro. Y Dmitri... Dmitri se lo dirá a Grigoriy. Es solo cuestión de tiempo.
—Aún sigo sin comprender… —murmuró Luz, con el ceño fruncido—. ¿Puedes explicármelo otra vez?
Elías asintió despacio, intentando ordenar las palabras.
Yo no conocí a mis padres, pero mi abuela me conto que eran especiales y ahora con las revelaciones del padre, entiendo que tan especial son.
Es increíble comenta luz.
—Lo sé, ni yo lo puedo creer aún —dijo Elías, acariciando su cabello—. Y hay algo que necesito decirte también.
Se separaron lo suficiente para mirarse. Elías guio a Luz hacia el sofá, y ahí, en la penumbra de su departamento, le contó todo.
La visita al Padre Sebastián. La prueba de sangre. La luz dorada. Los Custodios. Y finalmente, las Herederas.
Cuando terminó, Luz lo miraba con ojos enormes, su boca ligeramente abierta.
—¿Heredera? —repitió—. ¿Estás diciendo que yo... que nosotros... que esto fue destinado?
—No sé si fue destinado —dijo Elías, tomando sus manos—. Pero creo que hay una razón por la que nos encontramos. Una razón por la que tu sangre se sintió diferente para mí. Una razón por la que no puedo dejar de pensar en ti incluso cuando debería estar aterrado.
Luz se quedó en silencio por un largo momento, procesando. Finalmente habló, su voz apenas audible:
—El Padre dijo algo sobre simbiosis. Sobre... fusión. ¿Qué significa eso exactamente?
Elías vaciló. Porque esa era la parte que ni siquiera él comprendía completamente todavía.
—Creo que significa que juntos somos más de lo que somos separados. Que mi luz necesita tu oscuridad, y tu oscuridad necesita mi luz. —Apretó sus manos—. Y creo que la única forma de saberlo con certeza es... probar.
—¿Probar qué?
Elías respiró profundamente.
—El Padre dijo que cuando un Custodio y una Heredera comparten sangre—sangre fresca, directa—algo pasa. Una transformación. Una... simbiosis. —Levantó su muñeca, ofreciéndola—. Bebe de mí. No de una bolsa. No sangre muerta. De mí. Directamente.
Luz retrocedió como si la hubiera abofeteado.
—No. No puedo. He pasado cien años negándome a beber directamente de humanos. No voy a empezar contigo.
—No sería alimentarte de mí —insistió Elías—. Sería... compartir. Conectarnos completamente. —Sus ojos encontraron los suyos con intensidad—. Luz, si somos lo que el Padre dice que somos, si realmente estamos destinados a esto, entonces necesitamos saber qué somos juntos. Antes de que Grigoriy venga. Antes de que todo explote.
—¿Y si te lastimo? ¿Y si no puedo detenerme una vez que empiece?
—Entonces confía en que tu humanidad—la humanidad que has protegido durante un siglo—será más fuerte que tu hambre. —Extendió su muñeca más cerca—. Por favor. Confía en nosotros, en el amor que me tienes, se que harás lo correcto.
Luz miró su muñeca como si fuera lo más tentador y aterrador del mundo. Elías podía ver el conflicto en sus ojos—deseo contra miedo, hambre contra moralidad, amor contra la preocupación de lastimarlo.
Finalmente, con manos temblorosas, tomó su muñeca.
—Solo un sorbo—susurró—. No deseo hacerlo y si te lastimo; esta bien un poco.
—Todo lo que necesites —respondió Elías.
Luz cerró los ojos, inhaló profundamente (innecesariamente, pero el hábito la calmaba), y acercó su muñeca a sus labios. Sus colmillos descendieron—afilados, letales, hermosos en su diseño y mas hermosos a los ojos de Elías.
Y entonces, con una delicadeza que contradecía la naturaleza de lo que era, perforó su piel.
El dolor fue agudo pero breve. Elías sintió el momento exacto en que sus colmillos atravesaron la vena, el tirón inicial mientras ella comenzaba a succionar.
Y entonces—
Explosión.
No literal. Pero se sintió así. Como si algo masivo y antiguo se hubiera despertado entre ellos, dentro de ellos, a través de ellos.
La sangre de Elías fluyó hacia Luz, y con ella, algo más. Luz. Calor. Vida.
Luz jadeó contra su muñeca, sus ojos abriéndose de golpe, brillando no con el rojo del hambre sino con oro. Oro puro, radiante, imposible.
Y Elías lo sintió también. A través del vínculo que había existido desde su primer pacto de sangre, ahora amplificado mil veces, sintió todo lo que ella sentía.
Latidos.
El corazón de Luz—ese órgano muerto que había estado inmóvil durante cien años—dio un latido. Débil. Vacilante. Pero real.
Luego otro.
Y otro.
—Dios mío —jadeó Luz, separándose de su muñeca, su mano yendo a su pecho—. Estoy... estoy sintiendo...
—Tu corazón, —dijo Elías, asombrado— poniendo su mano el pecho de luz, está latiendo.
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Editado: 04.11.2025