Sangre Pactada

CAPITULO XI: EL SABOR DEL ALMA

La noche estaba inmóvil, como si el aire mismo temiera moverse dentro de la cámara de mármol.
Ekaterina Konstantin observaba el rojo carmesí que danzaba en el interior de su copa. La luz tenue del candelabro hacía que la sangre pareciera un rubí líquido, vivo, pulsante. Aquella muestra provenía de una joven drogadicta hallada en los linderos del pueblo; su esencia decadente tenía un sabor inconfundible, una mezcla de desesperanza y placer químico.

Cerró los ojos mientras Mozart llenaba la estancia con sus notas precisas, casi divinas. Era su instante de paz, un ritual que la reconectaba con lo más primitivo de su ser. Cada sorbo le traía visiones, ecos de vidas ajenas que se mezclaban con la suya.

El chasquido de la puerta interrumpió su trance.

—Habla —ordenó sin levantar la vista, su voz helada, carente de emoción.
El reflejo del vino se agitó con un leve temblor cuando Viktor Konstantin cruzó el umbral.
Él dudó un instante, como si hubiera invadido un santuario prohibido.

El silencio que siguió fue denso, cargado de un aroma metálico y de una tensión que se podía cortar con un suspiro.

Viktor se inclinó con respeto.
—Mi baronesa… tengo información urgente que compartirle; he confirmado que la joven Luz del clan Grigoriev ha roto múltiples cláusulas del Pacto. Mantiene contacto con un humano… y él sabe lo que somos.

Ekaterina levantó lentamente la mirada. Sus ojos, de un gris metálico sin emoción, lo perforaron.
—¿Y sigue con vida?

—Sí. Pero no por mucho. Grigoriy Domenic exige juicio inmediato. Argumenta que la vampira traicionó el secreto de nuestra especie. Según las leyes antiguas… —hizo una pausa— …ella debe ser expuesta al sol, y el humano, drenado por el vampiro más longevo del clan.

—Convenientemente, por él mismo —murmuró Ekaterina, apenas audible.

El silencio que siguió fue pesado, casi físico.
La baronesa giró la copa, observando cómo la llama reflejaba su rostro invertido en el cristal.
—Dime, Viktor. Si sabías su paradero… ¿por qué no los capturaste tú?

El rastreador parpadeó apenas, midiendo cada palabra.
—El Conde insistió en encargarse personalmente. Dijo que la traición debía castigarse “de familia a familia”.

Ekaterina dejó la copa sobre la mesa de piedra. El sonido del cristal quebró el silencio.
—Qué curioso —susurró—. Un depredador hambriento que pide un juicio justo. Un rastreador que no atrapa. Y una presa que nadie ha visto desde hace varias noches.

Se levantó despacio, su silueta recortada contra la penumbra.
—No, Viktor. Aquí hay algo más.

Dio un paso hacia él, su sombra proyectándose como alas.
—Grigoriy no busca justicia. Busca algo más, desea algo Y tú… —sus ojos se estrecharon— …pareces demasiado interesado en ayudarlo.

El rastreador bajó la cabeza, pero Ekaterina ya había girado hacia la puerta.
—Prepara a los centinelas. Si Grigoriy miente, esta vez no habrá juicio.
El fuego azul parpadeó una última vez antes de extinguirse.

Y en la oscuridad que quedó, Ekaterina sonrió con frialdad.
Sabía que la verdadera cacería apenas comenzaba y que ella debía hacer algo, porque estaba segura que algo tramaban Vyktor y Griegoriev.

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En el departamento Elías dormía a lado de Luz, tranquilo, con el brazo extendido hacia ella, como si su cuerpo aún protegiera incluso en sueños.
Luz, por primera vez en siglos, había dormido profundamente. Sin sobresaltos, sin visiones, sin hambre. Solo paz.
El sonido de su propio corazón fue lo que la despertó.
Un latido, otro y otro más.
Fuerte, constante. Vivo.
Sonrió con incredulidad. Aún era vampira, lo sabía… pero ahora su corazón palpitaba dentro de ella y despertaba su lado humano. Creyó haberlo perdido para siempre.

El reloj marcaba las 9:00 a.m.
Un hilo dorado de luz se filtraba por la cortina oscura, rozando apenas el borde de la cama. El rayo tocó su pie, y un ardor mínimo —más susto que dolor— la hizo soltar un grito.

Elías se incorporó sobresaltado.
—¿Qué pasa?

—El sol… —susurró ella, mirando su pie—. Casi me toca.

Elías la observó con curiosidad.
—¿Y si lo dejas hacerlo?

—¿Estás loco? —dijo entre risa nerviosa y miedo real—. Podría quemarme viva.

—O tal vez no —respondió él suavemente—. No eres como antes, Luz.

Ella lo miró, vacilante, con ese brillo nuevo en los ojos grises. Luego bajó la vista al rayo de luz que se deslizaba por la sábana.
Dudó un instante. Y entonces, temblando, acercó su pie al sol.

La luz la tocó, no hubo humo, ni quemadura.
Solo un calor cálido, envolvente… casi un roce de piel humana.
Un suspiro escapó de sus labios.

—Elías… —murmuró—. Me acaricia y con una sonrisa y felicidad que hace mucho no habia experimentado, se levanta de la cama y todavía incrédula, y con un impulso que no entendió del todo, abrió las cortinas por completo.

El cuarto se llenó de luz.
Rayos dorados, vivos, cruzaron su cuerpo pálido. La envolvieron. La atravesaron.
Por un instante, Luz cerró los ojos, esperando el dolor que nunca llegó.
En su lugar, sintió un abrazo cálido, un murmullo del mundo diurno que la había rechazado tanto tiempo.
El aire del sol tenía un olor distinto: polvo, vida, esperanza.

Y entonces lloró.
No lágrimas de sangre, sino lágrimas claras, humanas.
Elías la observó en silencio, comprendiendo que estaba presenciando algo imposible.
Luz levantó el rostro hacia la ventana, bañada por la luz del sol, y susurró:

—Pensé que nunca volvería a ver el día…

Elías se levantó lentamente, todavía deslumbrado por la visión de Luz bañada en sol.
Su piel, antes pálida como el mármol, ahora tenía un reflejo dorado.
Dio un paso hacia ella y, sin decir palabra, la rodeó con los brazos.




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