Sangre Pactada

CAPITULO XII: EL ORIGEN DE LOS CUSTODIOS

La noche los devoraba mientras el auto se precipitaba por la carretera desierta. Elías sentía el pulso acelerado de Luz a través del vínculo, un tambor que golpeaba en su mente con la misma intensidad que el rugido del motor. No necesitaba palabras para entenderlo: los estaban cazando.

—Grigoriy sabe —susurró Luz, mirando el retrovisor como si esperara ver sombras aladas—. Y no se detendrá hasta tenernos.

Elías apretó el volante. Cada curva era una pregunta sin respuesta: ¿hasta dónde podían huir? ¿Cuánto tiempo antes de que el Consejo oliera la verdad?

El monasterio apareció como un espectro entre los árboles, una ruina que parecía más viva que la ciudad que habían dejado atrás. Allí, entre muros que guardaban secretos de siglos, encontrarían respuestas… o condena

Elías las conocía vagamente de un viaje de infancia, recordaba un monasterio abandonado en sus entrañas, un lugar donde los monjes habían buscado a Dios hasta que Dios se cansó de buscarlos. Fue allí donde dirigió el auto, atravesando caminos que probablemente no habían sido transitados en décadas.

Cuando llegaron, el monasterio era exactamente como lo recordaba: piedra gris consumida por el musgo, ventanas vacías como órbitas de calaveras, una cruz oxidada en lo alto del tejado que parecía una herida que nunca cicatrizó.

—Aquí —dijo Elías, deteniendo el motor—. Nadie nos encontrará aquí.

Luz pensando en las palabras de Viktor: “Esto termina en sangre”.

Elías recordando la advertencia del Padre Sebastián sobre el poder que atraería a los clanes.

Luz salió del auto y caminó hacia la entrada, pero después de apenas unos pasos, se detuvo. Su mano se apoyó en la pared de piedra, como si necesitara anclarse a algo sólido. Elías corrió hacia ella.

—¿Qué sucede?

—Estoy cansada —susurró Luz, y esas tres palabras parecieron costarle más que toda su confesión anterior—. No debería estar cansada. Los vampiros no...

—Los vampiros puros no se cansan —completó Elías, comprendiendo—. Pero tú estás cambiando.

Pasaron dos días en el monasterio. Dos días que se sintieron como una eternidad pequeña, un paréntesis donde las reglas del mundo quedaban suspendidas.

Lo primero que notó Elías fue el hambre de Luz. No el hambre ancestral que la había atormentado siempre, sino algo más simple, más humano. Tan humano que resultaba cómico.

Habían encontrado latas en la despensa del convento, reliquia de tiempos mejores. Luz abrió una de sopa de verduras y, para sorpresa de ambos, probó una cucharada.

—¿Qué tal? —preguntó Elías.

—Es... cálido —respondió ella, y volvió a probar. Luego otro sorbo. Luego otro—. Es extraño. Hace siglos que no pruebo comida, después de que comí lo que hiciste en tu departamento que me encanto; pensé que estaba alucinando, pero ni mi hambre es real, tengo hambre, que alegría y felicidad me brinda esta acción y come con un gusto, mientras de su rostro se le surcan lágrimas de felicidad autentica.

Se pasó la noche alternando entre la sopa fría de la lata y el pan rancio que encontraron. A la mañana siguiente, descubrió las fresas que crecían silvestres cerca del monasterio y las comió como si redescubriera el sabor de la vida misma.

—Estás cambiando —observó Elías esa noche, viéndola dormir en el banco de piedra junto a la chimenea del antiguo refectorio.

Luz dormía profundamente, algo que también debería haber sido imposible. Sus facciones, normalmente afiladas y perfectas como el filo de una cuchilla, se habían suavizado. Había sombras bajo sus ojos, no de tristeza ni de sed, sino simplemente de cansancio.

Cuando despertó, lo primero que hizo fue buscar a Elías.

—Tuve un sueño —dijo con un tono que sugería que era algo raro, tal vez aterrador.

—¿Qué tipo de sueño?

—No sé. Desde que nos transformamos, el Consejo nos prohíbe soñar con claridad. Dicen que los sueños son un lujo de los vivos, que nosotros habitamos el espacio entre mundos. Pero anoche... anoche soñé como cuando era humana. Completo. Real.

Se sentó a su lado, sus dedos encontrando los suyos.

—¿Qué soñaste?

—Luz dorada —susurró—. Una mujer hecha de luz dorada.

Esa noche fue Elías quien durmió mientras Luz montaba guardia en el tejado del monasterio, vigilando los caminos de acceso. Pero antes de dormir, Elías ingirió el tónico que Luz le preparó: un brebaje hecho con hierbas de la montaña y tres gotas de su propia sangre. Un ritual antiguo que permitía a los humanos soñar los sueños de sus compañeros vampiros.

El sueño lo envolvió como agua oscura.

Elías descendía por un corredor sin fin, sus paredes hechas de sangre solidificada. Al final del pasillo, una puerta de luz dorada. Cuando la cruzó, se encontró en un mundo antes del mundo.

Había nada. Había todo. Había un cielo que no era cielo, una tierra que no era tierra. Y en el centro, una mujer.

No era humana. Tampoco era completamente vampiro. Era ambas cosas fundidas en una forma que el ojo humano apenas podía comprender sin desgajarse. Sus alas se extendían desde su espalda, translúcidas como crepúsculos, teñidas de rojo oscuro. De ellas goteaba sangre dorada, no sangre como la que Elías conocía, sino algo más antiguo, más elemental. Sangre del primer día.

La mujer se giró y su rostro... su rostro era el rostro de todos los rostros. Luz y oscuridad. Merced y castigo.

"Soy Lilith," dijo, aunque no habló con palabras. Su voz era el sonido del primer latido de corazón en el universo. "Fui maldecida a ser el primer puente entre dos mundos. Fui hecha para beber sangre porque rechacé sangrar. Fui hecha inmortal porque menosprecié la muerte."

Alrededor de ella, figuras se materializaron. Hombres y mujeres, todos con ojos de depredador, todos radiantes de poder antiguo.

"Mis hijos nacieron de la maldición," continuó Lilith. "Nacieron hambrientos, furiosos, destructivos. Se despedazaban entre ellos por poder, por territorio, por la última gota de sangre en un mundo de hambrientos. Y los humanos... los humanos caían como flores marchitas en otoño."




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