Sangre Pactada

CAPITULO XIV: EL NUEVO PACTO

La luz comenzó a disminuir, pero no desapareció. Se transformó en algo más suave. Un resplandor dorado que bañaba todo el monasterio como el primer amanecer del mundo. Luz permaneció de pie, sus alas aún extendidas, pero ya no radiante de poder destructivo. Ahora radiante de algo más profundo: esperanza. Elías, a su lado, brillaba con luz plateada como la luna. Juntos formaban un equilibrio perfecto: el día y la noche danzando en armonía.

Grigoriy se levantó lentamente, transformado pero vivo. En sus ojos, la sed de sangre había disminuido significativamente. En su lugar: claridad. Una claridad que quemaba menos que la sangre, pero sanaba más profundamente.

Luz extendió su mano hacia Elías. Él la tomó sin dudar. Sus dedos se entrelazaron con la precisión de dos piezas que siempre debieron estar juntas. En ese gesto, ambos se vieron completamente: no solo sus cuerpos, sino sus almas. Elías vio en Luz a la Heredera que fue, a la humana que es, a la criatura luminosa que nunca dejó de ser. Y Luz vio en Elías al mortal que murió, al vampiro que despertó, al Custodio de luz que ahora portaba.

Se entendían completamente.

Sin palabras, sin dudas, sin miedo.

Elías besó a Luz. No fue un beso de posesión. Fue un beso de reconocimiento. De dos mitades que finalmente entendían que habían estado incompletas toda su existencia. Fue un beso que contenía siglos de soledad vampírica, décadas de encierro humano, y un futuro apenas imaginable de libertad compartida.

Cuando sus labios se encontraron, el poder que irradiaron fue tan intenso que sacudió los cimientos del monasterio. Las piedras brillaron. Las velas se encendieron todas a la vez. Y en ese momento, ambos se transformaron una vez más: no de forma física, sino en la esencia de lo que significaba estar vivo.

Las alas de Luz se expandieron, pero ahora no eran armas. Eran un acto de fe.

Elías ascendió junto a ella, sus pies abandonando el suelo de piedra.

Y volaron.

Juntos, inseparables, brillantes como una constelación descubierta, volaron hacia el cielo nocturno de la ciudad. Su vuelo no era una huida. Era una declaración. Era el anuncio de que algo nuevo había nacido en el mundo.

Los vampiros reunidos en el monasterio los vieron partir. Y algo en sus corazones antiguos, oscuros, olvidados, despertó también.

En las entrañas del monasterio, donde la piedra aún reverberaba con el poder de la transformación, los líderes de todos los clanes comenzaron a emerger de las sombras.

Grigoriy, padre de Luz y cabeza del clan Grigoriev, permanecía de rodillas. Las lágrimas de sangre antigua seguían cayendo por sus mejillas, ahora teñidas de algo más puro. Junto a él, Nikolai y Dmitri se tomaban la mano. Por primera vez en milenios, la estrategia militar y el placer carnal encontraban un punto en común: ambos querían que esto fuera real. Querían que fuera posible ser vampiro y ser humano al mismo tiempo. Natasha y Olga, las gemelas vigilantes, se abrazaban. En sus ojos de soldados ancestrales: la paz que no habían encontrado en siglos de guerras y caza nocturna. Boris, el técnico joven, se permitía sonreír. Por primera vez no sentía que fuera expendable. Sentía que podría tener un futuro. Y Katerina, la de las finanzas, no calculaba dinero. Calculaba esperanza. Cuánto tiempo tardaría en reconstruir el mundo de esta manera. Cuánto valdría.

Ekaterina, reina del clan de Occidente, extendió sus alas de seda negra y se aproximó a Grigoriy. No como depredadora. Como hermana.

—¿Crees que sea posible? —preguntó con una voz que había permanecido callada durante tres siglos.

Grigoriy levantó la vista hacia el cielo donde Luz y Elías desaparecían en las nubes.

—Ella lo cree. Y ella es la prueba viviente de que todo lo que creímos imposible... puede ser verdad.

De las sombras emergieron otros. Andrei del clan del Noreste, con sus cicatrices de batallas antiguas. Valentina, la reina seductora de los Balcanes, con sus ojos que habían visto caer imperios. Viktor, el comerciante eterno, quien había medido el valor de todo excepto de la redención. Y otros. Tantos otros. Vampiros que habían vivido en la oscuridad, alimentándose de la sangre de la ignorancia, creyendo que esa era la única forma de existencia.

Todos convergieron en la cámara central del monasterio.

El padre Santiago, quien había permanecido oculto tras un pilar, salió lentamente. Su sotana estaba manchada de sangre, pero sus ojos brillaban con la certeza de quien ha visto la mano de Dios trabajar de formas inesperadas.

—Se reúnen —dijo con voz tranquila—. Por primera vez en milenios, los clanes se reúnen no para pelear, sino para decidir.

Grigoriy se puso de pie. Su presencia llenó toda la sala: antigua, poderosa, pero ahora templada por algo que el poder nunca había tocado. La humildad.

—Propongo un nuevo Pacto —dijo, y su voz resonó como un trueno domesticado—. Un pacto no escrito en sangre derramada, sino en sangre compartida. No escrito en miedo, sino en comprensión.

Ekaterina avanzó.

—¿Qué exiges a cambio?

—Nada que no hayan estado buscando durante siglos —respondió Grigoriy—. La redención de nuestras maldiciones. La oportunidad de ser algo más que depredadores. La chance de mirar a un humano y ver a un ser digno de protección, no de consumo.

Viktor, el comerciante, frunció el ceño.

—¿Y quién vigilará que se cumpla este pacto? ¿Quién nos obligará a no matar? La naturaleza vampírica es la sed y el hambre de sangre y no es una elección.

—Luz y Elías vigilaran, ellos tienen en sí mismos la manera de detectarlo —respondió Grigoriy—. Y no será por coacción. Será porque ella ha demostrado que existe otra forma.

Elías siendo humano amo a una vampira y son la prueba de que un vampiro puede amar, comprender y transcender.

Valentina se aproximó con una sonrisa peligrosa.

—¿Y si nuestros antiguos amos se niegan? Los Primordiales que duermen en las entrañas del mundo. ¿Qué dirán ellos de que sus hijos rechacen la verdadera naturaleza vampírica?




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