Sangre Púrpura

Capítulo 2. Como conocí a mi enemiga.

El sol se alza sobre nuestras cabezas. El silencio se rompe con el sonido de botas golpeando el adoquinado. Un guardia aparece corriendo por la entrada del callejón, tiene su rostro enrojecido por el esfuerzo y el sudor goteando por su frente. Se detiene para tomar aire, su pecho sube y baja rápidamente bajo el uniforme azul. Se toma un segundo para recuperar el aliento, se ajusta el cinturón sobre la panza prominente y habla entre jadeos:

—¡Anthony! —exclama, rascándose la cabeza por debajo del sombrero de ala ancha—. ¿Qué asunto tienes aquí?

—Me llamo Arturo —corrijo con aspereza—. Estaba leyendo.

—Siempre me confundo. En fin, ¿has visto a una joven de edad similar a la tuya que corría hacia este callejón? Juraría que se ha adentrado por aquí.

—¿Qué ha hecho? —pregunto con curiosidad.

—Es una vendedora de objetos mágicos, he estado buscándola desde temprano. ¿La has avistado?

No me puedo creer que dejará la torre de vigilancia por perseguir a una vendedora. Sin embargo, como Henry ya está para encargarse de los entes ni se preocupa en desempeñar su trabajo.

Debo decidir: ¿Confesarle que se esconde tras los barriles o negar que la he visto? Es una vendedora ilegal y mi deber es informar a las autoridades. No obstante, puede que alguno de los objetos que venda pueda serme de utilidad y convertirme en el héroe reconocido que merezco ser. No puedo evitar que se dibuje una sonrisa maliciosa en mi rostro. Trato de ocultarla y respondo negando con la cabeza.

Es entonces cuando me fijo en que, en lugar de su carabina reglamentaria, el guardia lleva una botella de vino en la funda del cinturón. No puedo evitar preguntar:

—¿Y la carabina?

—¡Oh!, la vendedora me la ha cambiado con una moneda mágica por una botella de vino tinto envejecido con aroma añejo, sabor macerado, etiqueta impecable y regusto a avellanas que se funde en el paladar como un suave sorbo para la garganta. Solo lo conservo como evidencia de su fechoría.

Estoy por preguntarle si busca a la chica para detenerla o para que le proporcione otra botella de vino más. Mejor me abstengo de hacer tal comentario, pues entonces sería yo a quien arrestaría en lugar de a ella.

El guardia se despide con un vago ademán de la mano y se aleja por la calle. Le correspondo con el mismo gesto, observando cómo su figura se pierde en la distancia.

La desconocida asoma la capucha por detrás de los barriles.

—¿Se ha ido? —pregunta con cautela.

—Sí.

Sale de su escondite, retirando su capucha con suavidad y revelando sus largos rizos rojizos que evocan el atardecer. Sus iris más verdes que las malas hierbas, me atraen como si tuviera un viejo recuerdo de ellos. Mis ojos se deslizan despacio hacia sus labios, notando con más claridad que me encuentro ante el desierto más implacable que la historia haya conocido. Y encima su piel pálida de cadáver recién salido de la tumba y el rompecabezas de parches y retales que considera su vestido no ayudan a que la favorezcan más. Me da escalofríos.

Ella silba con los dedos en la boca, y una burra entra trotando al callejón. Está flaca, cubierta de moscas, y despide un hedor agrio que me hace llevarme la mano a la nariz. La vendedora acaricia su hocico con ternura y me lanza una mirada de soslayo, con una ceja levantada.

—¿Quieres comprarme algo? —pregunta mostrándome su bolsa de cuero—. Te hago rebaja por ayudarme.

Es mi oportunidad, aguardaba un «gracias», pero me conformo con su propuesta. Por fin la fortuna me sonríe. Lástima que no tengo ni una dael encima.

—¿Aceptas libros como pago? —pregunto, casi en un susurro.

Ella se ríe en mi cara, sin el menor pudor, ni siquiera tiene la decencia de disimular.

—¿De veras crees que venderme tus libritos te servirá de pago? Ni siquiera tienen ni la capacidad para instruir como es debido. Yo he aprendido que la vida es la mejor maestra, no los libros. Jamás he necesitado consultar uno para saber vender.

—Vender ilegalmente.

—Bah, eso son matices, niño.

—Mi nombre es Arturo —digo con sequedad.

—Sí, Alfredo.

Deseaba preguntarle su nombre, pero ahora ni aunque fuera la única mujer en el mundo me interesaría saberlo. Yo me siento a seguir leyendo, obviándola por completo. No lograría más hablando con ella, sino enfermarme.

Ella saca de su bolsa de cuero un mapa de ormuto, un mineral de aspecto metálico que proviene de la grieta por la cual llegaron los entes a este mundo. Aunque el ormuto que se generó en el suelo de este reino tras la gran aparición de la grieta tiene propiedades como el magnetismo, entre muchas otras, ninguna se compara con la magia del ormuto del otro mundo. Los objetos mágicos forjados allí han sido prohibidos en todo el reino por el peligro que representan.

Ella lo observa girándolo de un lado a otro. Me está mareando.

Regreso a mi libro sentándome en el mismo barril, intento concentrarme, pero ella persiste manoseando el mapa y paseándose por el callejón con pasos que resuenan una y otra y otra vez.

Y para colmo, su burra está ahora mordiendo las páginas de mi libro. Lo subo por encima de mi cabeza para alejarlo de su boca, pero ella extiende el cuello para alcanzarlo.




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