Sangre púrpura

Capítulo 7. La posada infernal

El sol se oculta en el horizonte y, al tiempo que se precipita la noche, las farolas ornamentadas empiezan a brillar. Los paneles de vidrio contienen el ormuto emitiendo rayos y al mismo tiempo filtran el púrpura como una luz amarillenta menos dolorosa a la vista.

Sobre nuestras monturas, buscamos una posada económica donde pernoctar, sin embargo, aunque hayamos recorrido el distrito desde la mañana hasta la noche, no hemos encontrado nada que podamos permitirnos. Presto atención a los detalles del camino para no extraviarnos, pero resulta que no hay distinción alguna entre las viviendas. Todas son cubículos de colores con marcos blancos en las ventanas y jardineras. No hallamos ninguna posada que podamos costear, ni en las calles más angostas ni en las más anchas, ni ascendiendo escaleras ni descendiendo. Mi pueblo solo tenía 10 calles y todas conducían a la plaza, pero esto es laberíntico. Es frustrante.

Los colores de las fachadas se arremolinan ante mis ojos, en parte por el cansancio y en parte porque los colores se repiten. Rojo, amarillo, verde; creo que hemos pasado dos veces por la esquina de la casa verde; rojo, azul; vaya, este último es nuevo.

Mis párpados caen y, por el lento paso de Manzano, juraría que a él también le pesan. Violet y Burra, en cambio, están alerta, con los ojos bien abiertos, buscando por todas partes un lugar donde pasar la noche. Y no me extraña, son las únicas que descansan lo suficiente como para poder mantenerse despiertas.

Atravesamos una plaza cuadrada con un bullicioso mercado donde la gente mira baratijas, libros y todo tipo de artesanía.

A través de mis pestañas, entreveo carteles adheridos a los postes de las farolas, anunciando una representación teatral con Sarabeth Bianco como protagonista. Hago acopio de las fuerzas que me quedan para abrir los ojos y al contemplarlo con mayor claridad, veo que la obra se trata de “La Celestina”.

Indico el cartel para que Violet lo observe, pero ella me dirige la atención hacia el periódico que se exhibe en un quiosco octogonal en la esquina de la calle. En su portada se anuncia cómo Giovanni Bianco es acusado de emplear magia para mejorar la tecnología de la ciudad, no me sorprende, tampoco es nada nuevo. Halley tiene razón, sus hermanos acaparan demasiado el foco de atención. Pero ya nos encargaremos de ellos cuando hayamos reposado aunque sea unos minutos.

Al otro lado de la plaza, nos aventuramos por un callejón con nuestras últimas esperanzas de hallar algún lugar donde descansar y, por fortuna, encontramos una posada tan mal situada y desgastada que debe ser económica por necesidad. Un cartel medio caído con la pintura descascarillada de un león rugiendo, la identifica como Paradiso. Aunque dudo que quien le puso el nombre sepa lo que significa.

Atamos nuestras monturas en la caballeriza del lugar y entramos por la entrada lateral. Nos da la bienvenida un comedor cuyas paredes blancas lucen manchas de humedad y…¿eso son manchas de sangre? Prefiero no responderme. Aquí la iluminación retrocede a las lámparas de gas, llenando el comedor con una luz titilante y suave.

Entretanto la gente baila embriagada entre las mesas de madera desgastada por el tiempo, algunos incluso sobre ellas. Las risas y los balbuceos se mezclan con el agobiante aroma del licor. Violet, sin embargo, no parece afectada. Se aproxima a la barra y solicita hablar con el propietario a un hombre de cabellos plateados, párpados caídos y una panza que sobresale de su pantalón. Mientras limpia una jarra con un paño sucio, él responde después de escupir al fondo del vaso y continuar frotando.

—Soy yo, Enzo. ¿Qué desean ustedes?

Violet le mira con disgusto antes de responder.

—Un cuarto, no, dos, lo más alejados posible. Si están cada uno a un extremo mejor.

—Perfecto. ¿No desean antes una cerveza? Les obsequio la primera ronda.

Observo con repugnancia cómo continúa restregando su saliva por el vaso en un intento de limpiarlo. Permito que Violeta hable, pues si abro la boca, temo que vomitaré.

—Yo no bebo, gracias. Él sí.

Para colmo, me señala. No, ni en sueños. Debo responder rápido:

—Soy menor de edad, no haga caso a sus palabras.

—Pero decías que eras mayor de edad y que no eras un niño, ¿verdad? —comenta Violet, empeorando la situación—. En todo caso se la guardaría hasta su cumpleaños, me parece que tampoco le queda mucho.

—No se preocupe —responde Enzo—. La conservaré hasta su cumpleaños entonces.

—No hace falta —digo con una sonrisa forzada.

Noto a Violet riéndose con supuesta discreción. El tabernero colma la jarra de cerveza una vez “limpia” y se la sirve a uno que estaba aguardando en la barra. Luego toma un cuaderno con las hojas arrugadas, donde se detallan los aposentos ocupados y los nombres de los huéspedes, algunos con la tinta deslizada.

—Veamos, solo cuento con un cuarto disponible. Individual. Deberéis apretujaros como podáis.

No puede hablar en serio, Violet y yo nos asomamos al cuaderno buscando con la mirada algún cuarto libre que se le haya pasado, pero todos están ocupados. Debí suponer que con mi mal augurio esto pasaría.

—¿Nadie se va a ir? —pregunta Violet desesperada.

—Dentro de unos días esto se vaciará y tendréis otro cuarto disponible.

—Gracias, ¿y cuánto costaría rentar dos?

—350 daeles por día.

Violet extrae un saquito con monedas de su bolsa de cuero, las cuenta en voz baja y niega con la cabeza. Al parecer, la suma no es suficiente y, con las escasas monedas que mi madre me ha dejado, tampoco alcanza.




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