Sangre Púrpura

Capítulo 8. El enemigo de mi enemigo es mi amigo.

Al despertar, me froto los ojos y contemplo cómo el sol de la mañana se despliega en el horizonte. Sin embargo, lo que de verdad captura mi atención es cómo Violet, con su monedita supongo, ha cambiado no solo los cuadros del cuarto, sino también las sábanas, las baldosas y hasta la cortina; por ladrillos, cemento y un conjunto de herramientas. Respiro hondo para contener los nervios.

—¿Qué se te ha ocurrido esta vez? —pregunto con cautela.

—Como las camas están pegadas una a la otra, erigiré un murito entre ellas para evitar que ruedes hacia mi lado.

—Yo aquí veo material para hacer un muro de contención. Devuelve las cosas como estaban…por favor. Enzo nos va a echar si le plantamos la Muralla China en el cuarto.

Ella suspira y lanza al aire la moneda, que resplandece restituyendo todo a su estado original. Me seco el sudor de la frente con la mano, menos mal que ha entrado en razón. No puedo permanecer tranquilo con ella.

Me asomo por la ventana, observando la calle atestada de carruajes de aquí para allá. Me baño con agua apenas tibia, me cambio de ropa y bajo a desayunar. Violet engulle sus galletas y se retira a la caballeriza para hablar con Burra. Yo la sigo después de terminar las mías, más terrosas que morder el suelo, más que nada para comprobar que Manzano sigue entero. Le ofrezco una manzana en compensación por tener que aguantar a la amiga de Violet.

Después Violet regresa al cuarto y trae consigo su bolsa de cuero. Paseamos hasta el mercado sin dirigirnos la palabra, manteniendo la distancia como si no nos conociéramos de nada.

En el mercadillo los comerciantes llaman la atención de los transeúntes a voces y con gestos animados, invitando a comprar cerámicas pintadas a mano o comida callejera, entre otros. El aroma de la carne recién asada y de la dulce repostería horneada golpea mi estómago. Sin embargo, por desgracia, me tengo que conformar con el desayuno de galletas rancias de la posada.

Buscamos un espacio libre, pero el único disponible se encuentra al lado de un vendedor de tez morena quien, sobre una alfombra raída en el suelo, exhibe diversos frascos de cristal repletos de líquidos coloridos.

Violet se detiene en seco, se da la media vuelta y se escapa hacia otro lado de puntillas. No obstante, el vendedor posa sus grandes ojos en ella.

—No esperaba verte aquí, niña —dice él con un acento que le impide pronunciar las vocales de forma correcta.

Ahora comprendo por qué Violet me ha llamado “niño” a veces: para incomodarme de la misma manera en que lo hacen con ella.

—Burak Özkan, ¡no me llames niña!

—¡Y tú no me llames por el nombre que me pusieron mis padres! ¡Me llamo Zane!

Zane se peina hacia atrás su cabello negro con la mano, luego desliza sus pulgares por los tirantes sobre su camisa y se acerca a ella.

—No te metas en mi territorio, Violet.

—Déjame en paz. Tú vendes pociones, yo objetos; no somos competencia.

—Aun así, me quitarás clientes, lo sé.

—Solo cuando me incordias como ahora.

Zane se aleja de ella y se dirige a mí. Apesta a perfume de limón. Se frota la barba de pocos días y me estudia de arriba abajo. Su mirada, bajo sus gruesas cejas, es de un color que me recuerda al café tostado.

—¿Te va a vender? —pregunta con una sonrisa burlona.

—No soy mercancía —respondo en voz baja.

—Trabajamos juntos —interviene Violet, interponiéndose entre él y yo.

Zane nos escudriña con la mirada con desdén.

—Fuera de mi distrito, los dos.

Violet lo encara con los brazos en jarras.

—Ambrosía no te pertenece. ¿O acaso vas orinando en las esquinas para marcar tu territorio?

Una risa se escapa de inmediato de mis labios y me cubro la boca con la mano para esconderla. Zane fuerza una sonrisa y al instante la borra.

—Estás avisada.

—Mucho ladrar y poco morder, perrito.

Para poner fin a la disputa, se me ocurre una idea, aunque temo involucrarme, ni siquiera sé qué relación hay entre ellos, pero no quiero quedarme callado y esperar a que se complique más.

—Podéis competir por el distrito. El que atraiga a más clientes se queda con la zona.

—No es una mala idea —dice Violet, esbozando una sonrisa.

Zane niega con la cabeza, pero ella se reafirma asintiendo. Él pone los ojos en blanco, resignado.

—Está bien. No seré yo el cobarde que rehúya de dos niños, la que se retirará eres tú.

—Ya, claro. Eso te crees.

Ella saca una manta de su bolsa de cuero, a estas alturas no me sorprende lo que saque de ahí, y la extiende en el suelo. La ayudo a organizar los objetos mágicos sobre ella: el espejo, la bandeja, la copa y los anillos.

Una vez terminado, Violet y yo nos sentamos a esperar clientes. Resulta más aburrido de lo que imaginaba. La gente pasa de largo, muchos ni nos dedican una mirada. Tenía la idea de que vender objetos mágicos ilegales sería algo más interesante, pero no. Lo único atractivo se queda en el nombre.

Siento que mi juventud se escapa entre mis manos, a cada minuto, como granos de arena en el viento. Vaya, esto de improvisar metáforas que parecen profundas, pero no lo son es más entretenido.




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