Sangre púrpura

Capítulo 19. Una dosis de orgullo y fiebre

Violet me despierta de un fuerte estornudo. Aunque le sugiero que se quede en cama mientras busco la brújula, ella, en su infinita cabezonería, insiste en acompañarme. Pero cuando vamos a la caballeriza a por las monturas, descubrimos que Burra también está estornudando y solo nos queda Manzano para que nos lleve al distrito norte.

Violet quiere ser la que lleve las riendas, pero Manzano es mi caballo y me mantengo firme en que soy yo el que lo va a guiar. Me subo primero y, aunque Violet se resiste por orgullo, finalmente acepta ir detrás de mí a regañadientes.

Pasamos el puente levitante hacia el distrito norte y nos adentramos en calles alineadas al milímetro, de empedrado claro y alcantarillas impolutas. A nuestro alrededor las casas, todas blancas y de tejados negros, parecen lápidas carentes de alma.

Los carruajes adornados parecen dignos de reyes y la gente no va menos elegante; las mujeres parecen joyeros andantes y los hombres tienen modales distinguidos y los sombreros de copa más altos que he visto en mi vida. Y luego estoy yo, con una chaqueta roída por las polillas, una camisa pálida y unos pantalones tan marrones como la mierda debajo de las suelas de mis zapatos.

Mientras pasamos, la gente se cubre la nariz y sus miradas indiscretas me incomodan. Quiero ser reconocido como un héroe no como un vagabundo. Hasta los guardias nos vigilan como si fuéramos a robar. Incluso algunas damas nos ofrecen monedas, lo cual resulta indignante. Las rechazo, pero Violet no duda en guardárselas.

Ella es la viva imagen del descuido: despeinada, ojerosa y con su vestido de retales bajo una capa negra con pelusas. Ninguno de los dos pasamos desapercibidos y debemos integrarnos en este hábitat de pretenciosos para dejar de llamar la atención. Violet propone usar su Moneda del Trueque para cambiarnos y nos ocultamos en el primer callejón que encontramos.

Desde un cajón de madera, un perro callejero nos ladra, mostrándonos sus ojos de ente en un intento de intimidarnos. Yo retrocedo, pero Violet, con una sonrisa, se acerca y lo calma acariciándole la cabeza. Le susurra unas palabras en su idioma y, para mi sorpresa, el perro ente responde lamiéndole la cara. Violet me sugiere que lo acaricie, pero prefiero concentrarme en cambiarme de ropa y alejarme lo más posible de este callejón.

Violet se oculta tras su capa y lanza la moneda al aire, en cuanto brilla la atrapa al vuelo y revela que su vestido ha cambiado a uno rojo sedoso con los hombros caídos. Además, se peina el cabello suelto con la mano para estar más presentable. Sin embargo, pese al cambio, mantiene sus botas de piel negra.

Me toca a mí, pero yo no llevo una capa para ocultarme en ese intervalo en el que me cambio de ropa. Violet suspira.

—La única persona que te puede ver en este lugar soy yo y ya tuve suficiente con verte una vez sin nada en el baño. Hasta soñé con ello.

Un leve tono púrpura le sube a las mejillas, esconde sus manos tras la espalda y baja su mirada al suelo mientras traza círculo con la bota antes de añadir casi en susurro:

—Fue una pesadilla.

El rubor se apodera de mis mejillas y un temblor invade mis labios al solo imaginar qué clase de sueño le llama pesadilla. Pero me mantengo firme, no puedo dejar que descubra mi inquietud. Tengo que responderle de inmediato.

—Y yo que creía que era el único con esas pesadillas.

Violet se queda boquiabierta. Actué con demasiada precipitación, no lo pensé. ¡He empeorado la situación! ¿Debo mencionar que era una broma? No, si añado algo podría complicarlo aún más. Mejor mantengo la calma y me callo.

Con los ojos abiertos de par en par, Violet intenta hablar, pero las palabras parecen atragantarse en su garganta. Se da la vuelta para evitar mi mirada. Sin decir una palabra, lanza la moneda al aire y me cambia la ropa por un traje de chaqué negro y zapatos de cuero pulido. Es lo más lujoso que voy a vestir en mi vida. Violet apenas me mira de reojo un instante y continuamos nuestro camino hacia el Parque Tramonto con Manzano.

Después de preguntar dónde se encuentra, llegamos hasta un pequeño rincón vallado sobre el que reza el nombre del parque. Los árboles han dejado el suelo alfombrado de hojas secas y, sobre la misma, se dispersan algunos bancos de madera. Sentado en uno de ellos, hallamos a un anciano con un frondoso bigote.

El hombre, entre suspiro y suspiro, examina la brújula en sus manos. Violet se inclina para igualar su altura y le propone comprarle la brújula. Intuyo que la quiere a un valor bajo para luego revenderla al doble o triple.

El hombre resopla. Su rostro parece cansado.

—A ustedes no les conviene esta brújula —dice con suma pena—. Observarla y seguir su rumbo es condenarse a sí mismo. Les llevará al amor de su vida, pero ya sea que le corresponda o no, nunca podrán amar a otro. Lo he intentado, pero la magia no me deja desprenderme de este sentimiento.

Violet y yo seguimos la dirección de la aguja de la brújula, y descubrimos que, al otro lado del parque se encuentra una anciana regando las flores de su jardín.

Violet le pide que dé la vuelta a la brújula y traduce la inscripción del reflejo:

—Te conduce a aquel en el que siempre piensas. La brújula solo refleja lo que ya está en su corazón. No puede inculcar sentimientos, ningún objeto mágico puede.

—¿Acaso el hecho de que ella sea la única en mis pensamientos no es obra de la magia?

—No está obligado a amarla, es usted quién se obsesionó con ella y por ello la brújula siempre le conducía aquí.




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