Al día siguiente, los periódicos se hacen eco de la noticia sobre la mujer-árbol, y también aluden a Violet y a mí como responsables del suceso, aunque, por fortuna, desconocen nuestros nombres. Solo actuamos en defensa propia, y aun así nos tildan de delincuentes. Espero que mi familia no llegue a leer esta noticia.
Después de pensarlo con detenimiento decido ir a visitar el árbol que es Selene antes de que el sol se ponga. Le pido el favor a Violet de que cambie algún objeto por una flor, para llevar alguna ofrenda, pero ella afirma que no puede hacer un trueque con seres vivos. Resignado, arranco una dalia de un jardín al pasar, en mi camino hacia la estación.
Llego con Manzano frente al árbol, envuelto por el aura del atardecer, y encuentro al pie a un hombre dejando unas rosas rojas que ha sacado de un jarrón. Es el único que se ha detenido a contemplar el árbol, la mayoría de los transeúntes se alejan atemorizados. Fijándome mejor me doy cuenta de que se trata del vivo retrato de la estatua de la estación, pero en carne y hueso: Giovanni. Vestido de negro por completo, hasta los zapatos de cuero, bien planchado y con un porte distinguido.
Me acerco para dejar la flor a las raíces del árbol y el hombre me detiene cogiéndome de la muñeca con una firmeza inesperada. Me observa con sus ojos oscuros, profundos como un abismo. Que se acentúan aún más por su tez pálida y rasgos delicados. Su cabello es oscuro y ligeramente ondulado, peinado hacia atrás con precisión. Pero su elegancia no puede esconder las arrugas en su rostro.
—Buenas tardes, caballero. ¿Tiene el honor de conocer a la dama? —inquiere con su voz delicada, casi susurrante, como si el más leve aumento de volumen pudiera romperle las cuerdas vocales.
Su olor a perfume cítrico me golpea, pero logro reponerme.
—Sí, me salvó una vez. Le he traído una dalia.
—Comprendo. —Inclina ligeramente la cabeza—. Yo soy su hermano, Giovanni Bianco. He venido del norte en cuanto me enteré de los acontecimientos. Permítame.
Coge la dalia y la introduce en su jarrón, susurra una palabra que no logro entender bien y el jarrón empieza a brillar multiplicándola en docenas. Él las deja todas al pie del árbol. Magia multiplicadora, eso explica de dónde saca el dinero para sobornar a la justicia.
Como él se ha presentado, considero de buena educación hacer lo propio:
—Yo soy Arturo Mancini.
Giovanni sonríe con una dentadura reluciente.
—Es un placer —afirma inclinándose con educación—. Ese apellido me resulta conocido. ¿No será familiar por algún casual de Henry Mancini?
—Sí, es mi hermano. Creo que hablamos de la misma persona.
—El elegido —musita, con una mezcla de respeto y expectación.
—Sin duda, es él —confirmo, procurando que mi voz suene neutra.
Giovanni toma mi mano y la agita con efusividad.
—Jamás habría imaginado encontrarme frente a un pariente del elegido. Desconocía por completo la existencia de un hermano.
—La profecía no habla de mí —comento con desgana—, no le culpo.
—Pero estoy seguro de que usted debe ayudarle mucho —añade con fervor—. Merece más reconocimiento.
—Eso me gustaría —confieso, apartando la mirada—. Pero siempre ha importado más que yo.
Giovanni me contempla con la mirada de quien encuentra a un corderillo perdido en un prado inhóspito; acto seguido, con una inesperada muestra de cercanía, rodea mi espalda con su brazo en un gesto que pretende ser consolador. Me resulta incómodo, pues apenas lo acabo de conocer; sin embargo, mi deseo de no parecer descortés me obliga a permanecer inmóvil.
—Le comprendo. Yo también viví una situación similar: mis padres siempre mostraron una dolorosa preferencia hacia mi hermano pequeño, Halley. Nació con una horrible falta de pigmentación y le prestaban más atención que a mí. Yo a veces intentaba competir por la atención de nuestros padres poniéndome enfermo a propósito; pero el interés solo duraba hasta que me recuperaba. Aprendí que la mejor forma de llamar la atención era dejar huella, incluso si para ello tienes que pisar a todo el que se interponga en tu camino.
Lo dice con una contundencia que me deja paralizado, como si me hubieran arrebatado el aliento. No voy a intentar ni rebatirle, no me serviría de nada. Y por ahora, si quiero su jarrón, debo ganarme su confianza.
—Sí, lo sé bien —digo, esbozando una sonrisa forzada—. Casi no había día en que su nombre no apareciera en los titulares.
Giovanni ríe, un solo instante, con un orgullo desmedido que trata de contener.
—Y algún día saldrá el suyo, señor Mancini.
Si consigo la llave y cierro la grieta sin duda lo conseguiré, mientras me tengo que conformar con ser un desconocido sin valor. Pero puedo empezar a aportar algo salvando a Selene.
—Puedo ayudar a su hermana a destransformarse —afirmo con una convicción que en realidad no tengo—. Cuento con amigos que pueden averiguar el modo de hacerlo.
Giovanni me examina de arriba abajo y, al final, sonríe con desdén.
—La ayuda nunca es despreciable, venga de donde venga, supongo —concede al fin.
Saca de su bolsillo una tarjeta de visita, con letras doradas impresas en elegante tipografía, y me la ofrece.
—Puede presentarse cuando guste. Mi mayordomo le recibirá en la puerta.
Yo solo asiento. No sé responder de una manera más cortes en este momento.
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Editado: 17.05.2025