Regresamos al distrito sur con las monturas. En la tarde , después de buscarla durante horas, por fin encontramos a Sarabeth, ataviada con un vestido azul decorado con detalles dorados y rodeada de sus admiradores en un mercadillo callejero que desprende un aroma a carne recién horneada y frutas entre otros olores dudosos.
Los admiradores adquieren con entusiasmo cada artículo que ella indica, aunque al instante ella se cansa de los regalos y los descarta, dejándolos tirados en el suelo. Pero ninguno tiene la valentía para reprochárselo. Y yo me tengo que convertir en un ser sin voluntad como ellos para conseguir la tiara, es lamentable.
Violet se muerde la lengua de rabia al verla. Mientras tanto, Burra aprovecha para comer frutas de un puesto cercano mientras el dueño está distraído. Dejo a Manzano con Burra para que la controle un poco y me escabullo entre los puestos mirando la bisutería y las telas sedosas como si me interesarán. Me deslizo hasta encontrarme con Sarabeth, infiltrándome entre sus admiradores. Es actriz de teatro, debería mostrar lo poco que conozco de su mundo. Quizá si replico alguna frase de Romeo hacia Julieta funcione para conquistarla.
Empujo con disimulo a los admiradores y cuando logro ponerme frente a ella le comento la primera frase que recuerdo:
—¿Por qué el amor, con la venda en los ojos, puede, siendo ciego imponer sus antojos?
Sarabeth me mira visiblemente confusa. Está intentando descifrar lo que he dicho. Me lo imaginaba menos patético en mi cabeza. ¿Por qué no sucede un eclipse cuando uno necesita esconderse? En su defecto tengo que llevar una pala para cavar agujeros donde meter la cabeza como un avestruz.
—Quiere decir que le gustas, mi princesa —comenta uno de los pretendientes.
Sarabeth le da un manotazo en el brazo para que se calle y el hombre guarda silencio mientras se frota el golpe.
—Lo he comprendido, mentecato. Estaba pensando en que me es familiar: es de Romeo.
Encuentro a Violet escuchando la conversación desde una tienda cercana a nosotros, ubicada detrás de Sarabeth, y huele unas velas aromáticas para disimular que no está pendiente.
—Sí, porque usted es mi Julieta —digo dirigiendo la vista hacia Violet, esta me observa de reojo y nuestros ojos se encuentran por un breve instante. Sin embargo, ella enseguida aparta la mirada.
—Anticuado —responde Sarabeth con sequedad y luego añade, con una sonrisa—: Aunque exquisito. Olvida el “usted”. Soy Sarabeth, tu Julieta. ¿Y tú, Romeo?
—Arturo.
La he conquistado más rápido de lo que esperaba, aunque ni siquiera albergaba esperanza alguna de que lo fuera a conseguir. La invito a subir a mi caballo y no vacila en hacerlo; parece que sus padres no la enseñaron a no irse con desconocidos.
Una vez sobre Manzano, Sarabeth se aferra a mi cintura y ejerce una fuerza que amenaza con partirme en dos partes. Intento liberarme de ella, pero resulta imposible.
Paseamos a caballo entre las calles, con el sol ocultándose a nuestra espalda. Aunque no es lo único que se oculta; Violeta y Burra nos persiguen a una distancia prudente, pero Sarabeth se encuentra tan embelesada conmigo que ni siquiera se percata.
—Oh, mi Romeo de ojos azules, ¿cuántos otoños han contemplado esos ojos tuyos?
No debí comenzar con referencias al teatro; ahora parece que tiene un libreto metido en la cabeza y necesita representarlo. Es tan meticulosa en su actuación que considera su vida como una obra teatral. Los hermanos de Halley están cada uno más demente que el anterior. Me pone muy incómodo porque no alcanzo a comprenderla por completo, aunque intuyo que me pregunta sobre mi edad.
—Tengo 19.
—¡Como yo! Soy la más pequeña de mis hermanos. ¡Estamos destinados! ¿No lo presientes así amado mío?
—No debemos apresurarnos, mi amada. Concentrémonos en esta noche romántica.
Sarabeth suspira con anhelo y reposa su cabeza en mi espalda, abrazándome con mayor firmeza.
Los gatos callejeros maúllan como si estuvieran en celo, las ratas chillan y se escuchan sus pasitos apresurados por esconderse a nuestro paso. Y las cucarachas se cruzan en nuestro camino, Manzano las aplasta a cada paso que da. Me entran nauseas. Sin embargo, al mirar por encima de mi hombro, veo que Sarabeth descansa sobre mí con una sonrisa a pesar de todo.
Y entre tanto, Violet nos persigue despacio para mantener la distancia. Me hace gestos para que le quite la tiara. Procuro hacerlo, pero Sarabeth levanta la mirada hacia mí y, como acto reflejo, le acaricio el cabello, como si esa fuera mi verdadera intención.
Si me descubre puede llamar a los guardias e incluso dramatizar la situación para meterme en aprietos más serios. No puedo correr ese riesgo; debo quitarle la tiara sin que se dé cuenta, para que me dé tiempo a desaparecer después.
Pasamos junto a un parque desolado, y Sarabeth me propone sentarnos en un banco. El viento silva, las farolas tintinean, los columpios oscilan en vaivén y sus cadenas crujen como si estuvieran poseídos. Sin embargo, a Sarabeth le parece el lugar más romántico del mundo. Yo discrepo, en este lugar deben deambular almas en pena como poco.
—¿No sería preferible irnos a un lugar menos tétrico?
Sarabeth me dirige una mirada de profunda ira que penetra hasta mis huesos.
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Editado: 20.11.2024