Esta semana Violet me ha conducido por la ciudad nombrando todo lo que se cruzaba en nuestro camino para enseñarme su lengua. Poco a poco, me he acostumbrado a su peculiar acento y ahora, lejos de perturbarme, me resulta reconfortante. Por mi parte, he continuado ayudándola a leer libros con más fluidez y cuando comprendía a la primera lo que leía esbozaba una ligera sonrisa que me contagiaba.
En las noches, bajo el titileo de las estrellas, como diamantes sobre terciopelo, conversábamos en la azotea de todo un poco. Otras jugábamos a las cartas o el ajedrez. Aunque más que el juego, lo que me fascinaba era el modo en que sus dedos ágiles movían las piezas, o ese leve mordisco en su labio inferior cuando calculaba una jugada. El tiempo transcurría tan rápido que ni siquiera el aire gélido lograba incomodarme.
Sin embargo, cada día que pasa, me resulta más difícil ignorar esta angustia que me corroe por dentro, como si mi propio cuerpo me exigiese acercarme a ella. No logro comprender qué me ocurre. Y me niego a creer que sea amor… No, no puede ser. Solo complicaría las cosas. Prefiero intentar enterrar lo que siento y centrarme en la llave, que es lo que tengo que hacer, no me ha de importar nada más.
Estos días no hemos tenido noticias de Zane. Seguramente, habrá tenido complicaciones con la poción. Aun así, necesitamos hablar con Giovanni para informarle de nuestro progreso (que, en realidad, ni nosotros mismos conocemos), aunque no sea más que una excusa para registrar su casa y descubrir dónde guarda el jarrón. Al menos, así mantendré mi mente ocupada en algo que no sea Violet.
Nos preparamos para dirigirnos al norte, vistiéndonos con esmero gracias a la moneda de Violet. Esta cambia su vestido apolillado por uno de encaje amarillo, de mangas largas y cuello alto, que resalta la palidez nacarada de su piel. Sus rizos, rebeldes como siempre, caen en cascada sobre su espalda, rojizos como la luz del atardecer. No puedo evitar mirarla: parece la personificación de un campo de trigo en verano, y por un instante, me transporta a la granja de mi padre, a ese olor a tierra húmeda y heno recién cortado…
Un impulso irracional me obliga a apretar los puños. Quiero abrazarla. Pero me contengo de inmediato. Somos enemigos, no debería ni pensarlo. Ella me odia. Lo ha dicho mil veces. Me repito esto una y otra vez, como un mantra, mientras me visto con un elegante traje oscuro. Y, sin más demora, emprendemos el camino al distrito norte sobre Manzano.
Al llegar, nos recibe una majestuosa mansión de tres pisos, con ventanales altos y un jardín delantero meticulosamente cuidado, tan extenso que bien podría albergar una carrera de caballos sobre el verde césped. Todo ello rodeado por un alto muro de piedra cubierto de musgo del que me gustaría colgarme ahora mismo, porque me acabo de dar cuenta de que vivo en una caja de zapatos.
Bajamos de Manzano y pulsamos el timbre de la entrada al muro. Ninguna respuesta. Insisto una vez más, pero sigue sin haber respuesta. Violet suspira, exasperada, y lo mantiene presionado hasta que una melodía chirriante inunda el aire, cada vez más estridente.
Me cubro los oídos para amortiguar algo del ruido; me duele la cabeza. Al rato la musiquita hace gorgoritos, Violet continúa presionando y el sonido se vuelve un agonizante chillido. Y en este punto, ignoro si soy yo quien padece una muerte lenta y dolorosa o es el timbre el que la sufre.
Hasta que, por fin, el mayordomo abre ¡Gracias, Dios mío! El hombre se presenta vestido con un uniforme oscuro y tan impecable como su cabello gris y bigote espeso.
Violet libera el timbre, que disminuye su chirrido hasta desvanecerse por completo en el más absoluto silencio. Retiro mis manos de mis oídos con la esperanza de que no resucite y le muestro la tarjeta de Giovanni.
El mayordomo nos conduce por un sendero de grava, guiando a Manzano hacia las caballerizas. Tras asegurarse de que el caballo esté cómodo, nos invita a pasar.
Contemplo con detenimiento el interior de arriba abajo. ¡Ojalá tuviera una mansión semejante! Con suelos de madera noble, paredes altas, una acogedora chimenea de mármol, cortinas de seda y un lustroso candelabro en el techo. Incluso la alfombra parece haber sido tejida a mano. Y yo me tengo que contentar de que las ratas no se suban a mi cama mientras duermo en un cuarto enano.
En el salón, tomamos asiento en un sofá de terciopelo suave, lo bastante estrecho para mantenernos cerca de manera inevitable. Nos miramos de reojo, sin aventurarnos a entrecruzar nuestras miradas. Me concentro en observar los detalles del mobiliario, fingiendo indiferencia.
Al rato Giovanni desciende las escaleras hacia el vestíbulo y se une a nosotros en el salón. A mí me estrecha la mano con firmeza, pero cuando se inclina para besar las mejillas de Violet, ella se aparta con rapidez, ofreciéndole solo su mano. Giovanni, sin inmutarse, la besa en el dorso con galantería.
El gesto de disgusto de Violet es instantáneo: arruga la nariz como si hubiera olido pescado podrido y, en cuanto Giovanni gira la cabeza, se frota la mano disimuladamente contra el vestido.
—Si me permite decirlo —dice Giovanni, dirigéndose a mí con una sonrisa cómplice—, su esposa es una mujer de una belleza exquisita.
Violet se sobresalta. Yo parpadeo, aturdido, antes de balbucear:
—¡No, no! Solo somos… amigos. Hemos venido a informarle de que su hermano, Zane, está al cargo de una cura para Selene. Está muy cerca de lograrla, ¿verdad, Violet?
Ella parpadea, desconcertada.
—¿Qué? Ah… sí. Claro.
Giovanni junta las manos con un golpe seco, sus labios se curvan en una sonrisa satisfecha mientras sus ojos brillan con orgullo.
—¡Magnifico! Es indudablemente una gratificante noticia. Ya que me han alegrado el día, me complazco en ofrecerles un recorrido por mi mansión.
#11014 en Novela romántica
#5293 en Fantasía
newadult amor, enemytolovers, comedia romance fantasía magia
Editado: 17.05.2025