Sangre Púrpura

Capítulo 27. ¡Que empiece el espectáculo!

Después de siete noches entre heladas y el doble de mantas, ha llegado la velada en la que se estrena la obra de Sarabeth. Violet desea también presenciarla por mera curiosidad, aunque se acomodará en los últimos asientos para evitar encontrarse con la actriz. La veo emocionada, tarareando y danzando de aquí para allá. Está eufórica por explorar algo nuevo para ella. En cambio, yo me veo en el espejo del lavabo y me veo deprimido.

Las obras de teatro no me cautivan. Prefiero adentrarme en las historias a través de la lectura y darles vida en mi mente, en vez de presenciar cómo otros las encarnan sobre el escenario. Sin embargo, tengo la certeza de que esta representación será distinta. Un dato curioso es que en el reino pervive la superstición de que el morado trae mal agüero. Considerando que Violet lo lleva en su apodo y en su sangre, tengo el presentimiento de que el teatro, como mínimo, se nos caerá encima. No obstante, no soy quién para privarla de su ilusión por asistir.

El teatro, un imponente monumento de mármol blanco con detalles dorados, deslumbra en el distrito sur. Violet aguarda en la cola frente al teatro, mientras yo me dirijo directamente a la entrada. Allí, Sarabeth me recibe con entusiasmo, lanzando besos al aire. Observo a mi alrededor por si esos gestos van dirigidos a otro pretendiente, pero sorprendentemente no hay rastro de ninguno de ellos... al menos, no por ahora.

Sarabeth, ya ataviada como Melibea, me lleva de la mano a su camerino. Viste un elegante vestido de seda verde con bordados plateados, y aún luce la tiara sobre su cabeza.

—Sarabeth, ¿no tienes que quitarte la tiara para la obra?

—No, el director me permite llevarla. Sostiene que así parezco más sofisticada e inalcanzable para Calisto.

¡Maldita mala suerte! Tenía pensado que podría quitársela antes de la actuación y ahorrarme la obra.

Sarabeth me asegura que tengo un palco reservado solo para mí, pero que primero quiere enseñarme su camerino.

La suave luz resalta las paredes rojas del camerino. En un rincón, hay un tocador antiguo con un espejo ornamentado, donde se encuentran perfumes y maquillaje. Pero lo que a ella le interesa enseñarme es un sofá recubierto con terciopelo junto al que tiene una mesa con una botella de vino y dos copas.

Sarabeth me hace una insinuación desde el sofá, pero niego con la cabeza. No quiero aprovecharme de la situación y sentiría que traiciono mi amor por Violet. No sería justo para ninguna de ellas.

Sarabeth se levanta del sillón con un profundo suspiro.

—El primer hombre al que me propongo y me rechaza.

—Si hubiera aceptado no sería hombre para ti.

Sarabeth me sonríe en una mezcla de satisfacción y picardía. Toma el vino de la mesa y llena las copas; una me la ofrece y brindamos.

—Si me permites la pregunta, ¿cómo es que no eres más solicitado? Eres esbelto, posees una nariz respingona muy dulce y unos labios finos irresistibles. Y para colmo eres gentil y educado. Es cuanto menos curioso que no estés rodeado de admiradoras.

Bajo la mirada a mi copa de vino y me veo reflejado en el líquido rojizo con una pena que no puedo ocultar.

—Yo no soy nadie, en mi pueblo las mujeres tienen predilección por mi hermano. Él es el que tiene ese algo especial, el elegido.

—¿Tu hermano es el elegido? ¿Podría tener el placer de conocerlo?

—Sí, a eso me refiero.

Sarabeth bebe un sorbo y posa la copa en la mesa. Luego, pone su mano con delicadeza en mi hombro y busca mis ojos. Levanto la mirada para encontrarme con sus ojos avellana con una expresión de compasión que no había visto en ella antes.

—No te aflijas tanto. Todos hemos padecido el menosprecio en alguna ocasión, inclusive yo, aunque sea difícil de creer. En los albores de mi carrera, limpiaba el escenario; en los descansos, practicaba actuación. Aunque muchos se burlaban, ignorantes incapaces de reconocer un don cuando lo tienen enfrente de sus ojos. Y mírame ahora, soy la estrella más brillante del firmamento, y los admiradores me idolatran.

Ella abre un armario que no había notado antes, y regalos caen a mis pies. Bebo de mi copa, sorprendido de que el mueble no haya desbordado antes.

—¿Son todos de tus pretendientes?

—Así es, están divididos en categorías: los que amo, los que me agradan un poco, los que detesto y los que anhelo ver en llamas.

A estos último les pega patadas como si fueran baratijas. De reojo sitúo la salida más cercana, por si debo huir.

—Tampoco es necesario que te excedas tanto — digo, tratando de calmar su entusiasmo.

—Esto me relaja antes de actuar. Pruébalo tú.

Me empuja ligeramente para que avance y me anima a que tome el relevo. No quiero hacerlo, pero no me deja opción, así que pisoteo algún trasto para que esté satisfecha. Pero me detengo al encontrar una tetera de cerámica decorado con flores pintadas a mano, lo cual me parece un regalo muy único.

—Estos regalos son preciosos, se nota que han puesto cariño en algunos de ellos, deberías ser franca con tus pretendientes y devolverles todo.

Sarabeth se echa a reír como si hubiera dicho algo divertido. Me arrebata la tetera de las manos y la estampa contra el suelo esparciéndose en trocitos por el tapizado.




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