Sangre Strigoi

Capítulo 3

Viena, Austria

René dormía plácidamente, sus sueños eran algo que le encantaba tener, ella solía mantenerse despierta, pero esta vez su fuerza de voluntad le había fallado. Durante toda la noche no pudo conciliar el sueño, desde hacía meses que sufría de insomnio y terrores nocturnos, voces que la atormentaban le impedían descansar. Ahora, con oscuras ojeras que ni el maquillaje podía disimular, había tratado de desempeñarse adecuadamente pero le era imposible, que hasta el mismísimo Thomas Valentini, el director del Instituto se había percatado.

—¡René! —exclamó Constance dejando caer un portafolios sobre el escritorio.

La joven se asustó al escuchar el golpeteo del portafolio, se irguió y con el corazón acelerado se dirigió hacia la muchacha morena que la observaba con fastidio y decepción.

—Te has quedado dormida de nuevo —dijo Constance cruzándose de brazos.

René se sonrojó al sentir la vergüenza calentar sus mejillas.

—Perdóname si te molesto —habló René—, pero tengo derechos, uno de ellos es dormir cuando estoy cansada,

—Pero no en la Universidad —resopló—, si estuvieras en un trabajo, ya te hubieran corrido por no ejercer correctamente.

—Ya déjame —se acomodó en el escritorio con intención de volver a dormir—, tengo sueño, ¿sí? Además, la biblioteca es un buen lugar para descansar.

—No, es un lugar sagrado de estudio y… —se detuvo al ver a su amiga recostada sobre el escritorio, comenzando a roncar—. Ahí vamos de nuevo.

Constance se sentó a lado de René y abrió un libro de Historia, al ver que su amiga seguía dormida, decidió comenzar a trabajar ella sola, al fin de cuentas, comprendía a René. Desde hace tres años habían vivido juntas y sabía a la perfección de lo que ella hablaba; últimamente se despertaba en la madrugada gritando un nombre, y después no dormía el resto de la noche por temor a revivir la pesadilla. Ya habían sido varias veces en las que Constance le dijo que asistiera con el terapeuta, pero la necia de René decía convencida que no era necesario.

—Estoy bien —aseguraba.

Tan pronto como Constance terminó de hacer la investigación sobre la Dinastía Habsburgo-Lorena, cerró el libro y lo devolvió, después despertó a René y juntas se dirigieron al salón de clases.

—¿Quién es Mikhail? —dijo Constance antes de sentarse.

René le miró confundida.

—¿A qué te refieres?

—Anoche. Siempre gritas su nombre. ¿Es acaso ese tal Mikhail el responsable de tus orgasmos nocturnos? —rio para sí.

—¡Cállate! —exclamó—, no sé de quién hablas y… —bajó la voz—, no sé a qué te refieres con “orgasmos nocturnos” —trató de aguantarse la risa.

—Haré como que te creo —volvió a reír—. Pero esto, a Jonathan no le va a gustar.

—No metas a Jonathan en tus alucinaciones sexuales —replicó.

—¡Oh! Pero si no son las mías. Yo no soy la que tiene sueños eróticos con un tal Mikhail —sonrió.

René decidió callar ante tal respuesta. Con Constance era prácticamente imposible platicar sin que metiera la palabra “sexo” en cada frase que decía. Después de todo, eran amigas y vivían juntas, ¿qué más esperaría de ella?

Tan pronto como la clase terminó y el Profesor Sparks entregó calificaciones, los alumnos salieron del salón dejando atrás un gran periodo estudiantil. Sin embargo, Constance decidió quedarse excusándose con René de querer corregir su calificación.

—Un ocho no es malo —dijo René entrecerrando los ojos.

—Lo dice quien obtiene nueves y dieces cada semestre —confrontó en voz baja observando al profesor—tú espérame afuera.

—¡Oh, claro que no! —exclamó—, yo no querer ser testigo de tus aventuras.

—Como digas, Señorita cavernícola —sonrió—, ahora vete —y la empujó dejándole en claro lo que debía hacer.

Antes de salir, vio a Constance acercarse al Profesor Ethan Sparks, un hombre realmente atractivo, de brillantes ojos color miel y cabellera castaña que le caía en una coleta lacia, de mentón y brazos fuertes. René sonrió al ver el movimiento de cadera de su amiga, era claro lo que iba a hacer, así que cerró la puerta y se alejó escuchando un par de ruidos sospechosos por el pasillo.

× × ×

Mikhail caminaba pensando en el trozo de pergamino que Quincey le había entregado.

«Mirena», pensó.

Habían pasado ya más de 500 años desde que la perdió y aún no podía superar esa traición. En ocasiones se lamentaba por su impotencia, ¿por qué lo había permitido?, Vlad le decía que no era su culpa y Nicolav se lo recordaba, pero después de tanto tiempo se había resignado a no volver la mirada hacia atrás y permitir que el pasado se interpusiera en su camino.

Había hecho un juramento que Vlad permitió:

—El día en que todo esto termine, me extinguiré como las llamas hicieron con ella.

Al fin de cuentas, si seguía pisando el mundo mortal era por la misión y nada más. No había otra razón por la cual debía seguir, no, solo una y lo hacía por el amor que alguna vez sintió.




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