Sangre Strigoi

Capítulo 11

En el tren de Varna a Galatz, 1888

El primer pensamiento de Sarah al imaginarse el Londres Victoriano no fueron los carruajes, la nueva tecnología dotada por la Revolución Industrial o los paisajes de antaño. No, todo lo contrario, cuando Nicolav le pidió pensar en «un Londres Victoriano» a su mente vino su querida difunta madre Lucy Tydén.

¿Por qué? Ella siempre fue muy unida a su hija adoptiva. Además, nunca olvidaría el viaje a Whitby Bay cuando le entregó el primer objeto fruto de la curiosa obsesión que nació en ella poco tiempo después.

Dando un profundo suspiro, Sarah abrió los ojos sorprendiéndose de lo que veía. Buscó a Nicolav con la mirada, lamentablemente se encontraba sola en dentro de un tren en movimiento. Por un momento creyó estar alucinando hasta que un hombre pasó justo a su lado.

—Disculpe —dijo ella queriendo tomar de hombro al caballero, más cuál fue su sorpresa cuando toda su mano lo atravesó.

Asustada por lo que acababa de pasar ella se alejó y reprimió un grito. Se preguntó momentáneamente qué era lo que estaba pasando, no entendía nada.

—Te odio, Nicolav —dijo frunciendo los labios.

Por simple curiosidad, ella avanzó por el corredor, deteniéndose cada vez que algún hombre o mujer pasaba junto a ella. Sarah apretó los puños al ver las ropas de las personas en el tren, atuendos de moda en la Era Victoriana de Londres, largos vestidos, corsés, elegantes fracs y hermosas capas que tanto varones como damas lucían con elegancia durante su trayecto.

La iluminación era en gran parte de velas dentro de linternas sordas y uno que otro artefacto novedoso de energía eléctrica.

—¡No, no, no, NO! —gritó histérica.

No podía ser cierto lo que le estaba pasando. ¡Pero tuvo que confiar en Nicolav! Quizá solo fuera un sueño, quizá no. Pero el hecho estaba ahí ante sus narices: eso no era el siglo XXI, bien claro estaba todo.

—¡No solo soy un vampiro, sino que ahora también un maldito fantasma! —chilló.

Se maldijo a si misma por haber confiado en Nicolav una vez más, porque no solo estaba sola, sino que también se encontraba atrapada dentro de una época que no era la suya. ¿Cómo pudo haber pasado eso? Bueno, sorprenderse ya era habitual en su vida, así que más bien, pensaba en por qué necesariamente a ella tendrían que pasarle esas cosas.

Su patético lamento fue interrumpido por voces lejanas, pero bastante claras a la vez:

—Todo está en tinieblas. Oigo remolinos de agua a la altura de mis oídos, y un crujir de madera contra madera. Un ganado en la lejanía. Otro ruido; un ruido raro, como…

—¡Prosiga! ¡Prosiga! ¡Se lo ordeno!

Sarah recitó las mismas palabras en un murmullo. Conocía a la perfección aquellas líneas, las había leído en ese libro de vampiros que su madre le regaló tiempo atrás.

—¡Esto tengo que verlo! —dijo ella con una sonrisa dibujada en su rostro.

Ahora ella ya sabía en donde se encontraba: en el tren que va a Galatz desde Varna. ¡Era la persecución del vampiro!

Tan pronto se acercó a cabina que consideraba se encontraban los hombres que buscaba, una mujer rubia, elegantemente vestida en azul pálido y cabello recogido en un perfecto moño, salió del brazo de un caballero igualmente bien vestido.

—¿Lord Godalming, cree usted que la señora Harker se recupere pronto? —dijo la mujer.

—Hicimos un juramento, señorita Seibert —dijo Lord Godalming estrechando su mano derecha—. Estamos más cerca del Conde, y tanto la señora Harker como usted, permanecerán a salvo.

—¿Lo promete? —un nudo se formó en su garganta.

—Por supuesto señorita Elisabeth.

Sarah sintió desfallecer al oír ese nombre. Elisabeth Seibert. Desde que leyó «Corazón de Sangre», ese nombre no abandonaba su cabeza. ¡Así que esta mujer en verdad existió! La vampiresa sonrió, pero sintió un profundo dolor al saber cómo terminaría ese juramento, no quería estar ahí para presenciarlo, no podía. Temía que algo le sucediera a aquella joven que no parecía pasar de los dieciocho años.

—¿Quiere que la lleve? —preguntó Godalming con galantería.

Elisabeth Seibert se quedó muda de repente. Sarah conocía perfectamente la reacción, la muchacha escondía y estaba decidida a averiguarlo, si y solo sí esa era la razón por la cual Nicolav la trajo al siglo XIX.

—Conozco el camino, Lord Arthur, le agradezco, pero quiero estar sola —respondió la joven rubia con sutileza.

Al comprender la indirecta directa, Lord Godalming hizo una reverencia y se fue por un camino contrario.

En ese momento, Elisabeth cerró los ojos como si se encontrase en un trance hipnótico. Sarah al comprender el gesto, la esperó hasta que ella comenzó a caminar.

De un momento a otro, la neonata sintió una ligera presión en su dedo meñique que le comenzaba a incomodar. Se miró la mano y vio una especie de lazo rojo cuyo largo rodeaba el dedo meñique de Elisabeth Seibert y continuaba su camino a través del corredor, perdiéndose por debajo de la puerta de una de las cabinas de pasajeros ubicada exactamente al fondo del vagón.




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