La flecha estaba planificada de improvisto para la mujer que ahora se disponía salir del cementerio junto al militar. Las gotas de agua continuaban descendiendo melancólicamente y el viento se hacía sentir, Leonardo cerró uno de sus ojos para mejor puntería, pero la voz de Alexander tras la máscara que todos Ellos portaban, lo detuvo.
—Los creyentes ya están muertos, Leonardo —le habló sin el mínimo tono de respeto—. Ella ni su hermana lo son. Tampoco lo es el militar. Ya vámonos de aquí. —Alexander se disponía a saltar del árbol estando seguro de caer sobre sus dos pies.
—Las órdenes las doy yo —protestó Leonardo aún con el arco y la flecha en posición de disparo y sus ojos en el blanco. Alexander se detuvo y volteó a mirarlo.
—Las ordenes las da tu padre —lo corrigió severamente con aquel tono determinado—. Tú sólo eres un inmaduro al que hay que vigilar para que no cometa cualquier estupidez que lo eche todo a perder.
Alexander volvió su mirada al frente después de aquello y de una vez saltó, aterrizando con agilidad, dejando a Leonardo sin otra alternativa que seguirle el paso. Alexander era un joven de comportamiento bastante irritante y actitud letal si eso se proponía, aunque sin dejar de ser una persona analítica, mientras que Leonardo era más propenso a ser impulsivo y cometer errores por culpa de su soberbia. Éste último siguió al otro a regañadientes, en algunos casos reconocía que el joven de negros ojos tenía razón, pero eso no evitaba que sintiera ganas de quitarle la cabeza las veces que, sin decirlo directamente, le daba a entender que era un bueno para nada.
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Renacer ya estaba donde quería estar, pero lo mismo no podía decirse de Erick Navas. Pues, agujas traspasaban sus brazos mientras se le aplicaba el tratamiento para la enfermedad que amenazaba con terminar su existencia algún día. Aunque su aspecto físico decía que estaba completamente saludable, su flujo sanguíneo demostraba todo lo contrario.
—Estarás bien —le aseguró su padrino a un lado de la puerta de la habitación del hospital interino que tenían los militares para casos enteramente excepcionales—. Me encargaré de eso.
Erick no respondió nada, simplemente se mantuvo con su calma habitual acostado sobre la camilla con una enfermera a su servicio y el diagnóstico reciente de un doctor. Cada mes era lo mismo, ya estaba acostumbrado, ya estaba resignado, era simplemente una bomba de tiempo. De modo que no podía evitar odiarse a sí mismo aunque aquello no fuera su culpa.