Caminaban hacia la entrada de la casa de las hermanas Williams, empapados de agua y hablando de política y viajes; nada personal. No había sido complicado cruzar nuevamente las aguas por un lugar estratégico que les dejó la tarea más fácil, habían llegado a la orilla de la playa y desde allí habían tenido que subir nuevamente a la roca por medio de otro sendero que conducía a las montañas, pero eso ya era pasado. Ahora ella se aseguraba de no haber dejado nada perdido en el lugar del salto.
—Es sorprendente que después de tanto movimiento, en el aire y en las aguas, no perdiste el arma —opinó Erick distraídamente —. Afortunadamente la mía sigue segura —se refirió a la pistola en el bolsillo bajo de su pantalón militar.
—Está más que segura justo en este lugar —respondió ella sonriendo mientras levantaba su franela para dejar ver el objeto pesado entre el borde superior del pantalón de talle alto y su cintura—. No soy experta empleando ésta cosa. Pero me sé defender —su rostro señaló un gesto de posible angustia—. Mi padre me enseñó —pero luego se relajaron sus facciones—. Extraño a mi familia —reconoció aunque sin llorar.
—Eres encantadoramente valiente, Renacer —expresó el joven de marrones ojos y abundantes cejas deteniéndose frente a ella al llegar a la casa de gran tamaño—. Te aseguro que no soy el único que opina lo mismo de ti —pausó—, aunque también eres terca y muy arriesgada.
—Me... gusta escucharte pronunciar mi nombre —admitió ella, sonrojada— Realmente me agradas —confesó.
Eso pareció afectar a Erick, quién titubeó desde luego. Pero su manera de actuar fue distinta a la que se esperaría. Con el dedo índice de su mano derecha tocó la sien de ella con delicadeza, deslizando hasta la mejilla y luego hasta la barbilla, mientras tanto observaba cada centímetro de piel trigueña de la mujer en frente de él; y ella se perdía en aquella sensación. No era necesario un beso en el cuello o un apretón en la zona más adecuada, ya con ésto era suficiente para hacer que su mundo diera vueltas. Aún no podía explicarse cómo había llegado a sentir tanto. Sin darse cuenta estaba respirando agitadamente, regresando súbitamente a la realidad cuando él le dijo en tono suave:
—Nos veremos después, Renacer —y sin más dio la espalda y se alejó de ella. Caminando hacia su destino con la ligera actitud de una peligrosa pantera que avanza a pasos seguros y precavidos.
Renacer entró a la casa que ahora estaba más vacía y silenciosa que cuando toda la familia permanecía reunida; trató de no manchar el piso limpio con sus botas mojadas. Subió las escaleras a paso diligente y reflexionó acerca de las últimas cosas sucedidas, sacudió la cabeza intentando despojarse de aquellos pensamientos y recordándose que debía comportarse decentemente.
Ya en el último escalón una voz la hizo sobresaltar por el susto al hacerse escuchar:
—¿Lo vez? —habló su hermana de brazos cruzados, con aquella expresión de quién pilla a un niño comiéndose la torta de la nevera—. Te gusta y no lo admites —pausó para mirar a la empapada mujer de cabeza a pies—. Y mira cómo te dejó. Bandida.
En ese momento Renacer reparó en que Martha le había estado viendo todo ese rato desde el balcón. La sonrisa de triunfo en el rostro de la mujer de cabello largo provocó que Renacer se sintiera acorralada.
—Prometo explicártelo, pero después —aseguró ella buscando la manera de escapar de una posible entrevista por parte de su hermana.
—Cúbrete con algo, hace frío —le aconsejó Martha una vez que su hermana le había pasado por un lado— aunque imagino que debes estar ardiendo —se burló.
Renacer no le respondió. No pensaba contradecirla, pues, como la mayoría de las veces, Martha estaba en lo cierto.