Cementerio de Kingstead, Londres. Medianoche.
Eran las doce de la noche cuando la luz de la luna iluminó la cripta de mármol que se levantaba en lo alto de la colina del cementerio. Una sombra pasó corriendo entre las tumbas hasta llegar a la cima de la colina en la que la gran cripta de mármol lucía inminente por debajo de la nocturna luz de luna.
Sus ojos de fuego leyeron el nombre grabado en ella: «Elisabeth Seibert».
Estuvo a punto de gritar una blasfemia, pero se contuvo de cometer un error fatal porque, de haberlo hecho entonces estuviera revelándose en contra de aquella a la que consideraba la más poderosa criatura de la noche existente en el mundo.
Ahora sabía que era lo que debía hacer. El día en el que le arrebataron el poder juró que jamás permitiría que la historia se repitiera, y no iba a renunciar al deseo al cual sucumbió siglos atrás. Esa noche de muerte fue su derrota, una de la cual jamás se recuperó pues ese mismo día aquel grupo de británicos se atrevió a desafiarlo por culpa de Vladislav. A partir de ese momento se encargó de que cada uno de esos mortales pagará por su atrevimiento, comenzando con la mujer: Wilhelmina Harker.
Sonrió al recordar cómo la persiguió a través de sueños hasta verla renunciar a su único hijo Quincey, sin embargo, su sonrisa se desvaneció cuando nunca más la volvió a ver. Ella había huido con su hijo hacia Europa del Este un par de años después de aquel día, desapareciendo en el camino hasta que por casualidad en Beckov cuando saciaba su sed la encontró. Elhemina, solo un par de letras utilizó para desaparecer, pero no por completo.
La noche en la que la joven Ivy murió en sus brazos fue el mismo día en que cobró su venganza en contra de Mina Harker. Pero Nicolav intervino por segunda vez.
Cegado ante ese recuerdo, él dio un paso hacia atrás y se dio la vuelta. Levantó los brazos hacia el cielo nocturno y con voz de trueno gritó:
—¡Yo invoco al poder oscuro, al viento helado de la muerte!
El grito hubiera perforado los pulmones de cualquier mortal, más los suyos eran tan poderosos como los de cualquier ser oscuro.
—¡Vientre de la Tierra, oscuro misterio universal! ¡Exijo la presencia de la figura inmortal, de la criatura nacida de la hipocresía y el rencor…!
El cielo comenzó a moverse y un grupo de nubes comenzó a formarse, el viento comenzó a soplar tan fuerte que agitaba bruscamente los árboles al punto de casi arrancarlos de raíz.
—¡Si en piedra se escribió nuestro destino…, si es necesario cambiarlo, te ofrezco un sacrificio de sangre!
Con su mano, sacó de su bolsillo una daga de plata. Se descubrió el pecho y se pasó el filo por la piel, en el lugar en el que el corazón se supone debe estar. Una fina línea carmesí se formó en su bello pecho pálido y las gotas comenzaron a caer.
—¡Mi sangre ha sido tu elixir! ¡Te la ofrezco a cambio del poder! ¡Aquí y ahora, y con los poderes de la oscuridad te invoco a ti… —llevó su dedo al pecho cogiendo un poco de su sangre y después lo llevó a sus labios saboreando el elixir de la vida—! ¡Evana! —gritó el nombre con fiereza.
Evana, la razón de su inmortalidad, su agradecida inmortalidad. Ella, la que ha hecho todo posible. Es por ella que él ha matado, torturado y manipulado a tantas mujeres. Elisabeth Seibert fue una de tantas, pero Mina Harker fue la excepción. Ambas habían logrado escapar, pero solo por su intervención. Recordar su nombre le daba asco.
La luna se tornó carmesí al invocar a esa mujer. Las ondas del mal comenzaron a fluir bajando en un haz de luz hasta quedar frente a él la figura deslumbrante de una mujer de filosos ojos verdes, largo cabello rojizo y labios carnosos. Su esbelta figura había sido la perdición de miles de hombres que sucumbían al pecado. Ella se sentía orgullosa de todo lo que había hecho hace siglos.
—¿Qué quieres ahora? —exigió la mujer con ira por haber sido despertada.
—El momento pronto llegará, mi Señora — dijo el hombre haciendo una reverencia—. Pronto regresarás a este mundo, y entonces…
—¿A quién me entregarás? —interrumpió ella sin escuchar lo que él estaba a punto de decir—. Necesito una damphyr virgen.
—Y la tendrás… —inquirió mirándola a los ojos.
—Su nombre, dilo ahora sin titubear o las consecuencias serán desastrosas para ti.
—Sarah Tydén, hija de una madre mortal y un cazador —rio—. Convertida por aquel que nos busca desde hace años.
—¿Vladislav?
—No, mi Señora. Nicolav Báthory.
La mujer dibujó una sonrisa al escuchar ese nombre. Nicolav había frustrado sus planes en el siglo XIX, esta vez no se interpondría.
—Dame noticias de ese traidor —escupió ella con repugnancia al recordar el rostro de Báthory.
—Muerto, su descendiente lo atravesó hace seis años en su propio castillo. La muchacha es peligrosa, pero ahora está débil. Báthory impidió que me la llevara años antes, ahora ni él ni su hermano van a poder hacer algo.
—Tráeme a la damphyr.
Y con una sonrisa ladeada, una luz rojiza la envolvió para desaparecer en las tinieblas de la noche.
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Editado: 17.08.2021